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Para paliar la soledad de España dentro de la UE, a causa de su alianza con EEUU en la guerra de Iraq, Aznar ha encontrado en su colega polaco la compañía que anhela para oponerse a un proyecto constitucional que altera el acuerdo de Niza en materia de votos. Aunque no mencionar al cristianismo, entre los factores que han determinado el espíritu europeo, carece de trascendencia en la norma constitucional, no obstante, denuncié aquí la demagogia de su innecesario Preámbulo, que habla de «herencias religiosas», como si todas ellas hubieran formado por igual la conciencia europea.

Quizás, la Convención no ha nombrado el cristianismo para no identificarlo con la cristiandad medieval, el catolicismo de las Monarquías absolutas, el protestantismo nórdico o la ortodoxia griega. Pues ninguna de las formas religiosas derivadas de Roma, Bizancio o libre examen de la Biblia constituyó por sí sola el espíritu europeo que puso fin a la guerra de los Treinta años y generalizó las revoluciones del 48. Ese espíritu, disuelto luego en las guerras franco-prusiana, europea y mundial, intentó reanimarlo la democracia-cristiana de AdenauerDe GasperiSchumann, para restaurar la humanidad de la política en la posguerra con una idea común religiosa.

Pero si la Convención habla de «herencias religiosas», sin referirlas a la prodigiosa síntesis alemana, entonces comete el barbarismo cultural de integrar en el espíritu unitario de Europa, no ya al islamismo residual del legado otomano, sino al catolicismo papal de la reacción ultramontana (De Maistre, Donoso Cortés, Gioberti) y a la teocracia de la ortodoxia rusa. La Convención parece ignorar que la filosofía y la poesía alemanas desarrollaron y difundieron, hasta que la modernidad rompió con el romanticismo, el tipo humanista de «cristianismo europeo», distinto del trascendentalista americano (Emerson), que hizo posible la creación de la democracia-cristiana como alternativa de poder partidista en Europa.

Y si elude mencionar el cristianismo para no privilegiar a la democracia-cristiana, entonces desconoce que el espíritu cristiano que impulsó el movimiento por la unidad europea nació un siglo antes que ella. Comenzó su andadura en la «Historia de la Guerra de Treinta Años» de Schiller y se apoderó enseguida del espíritu de Weimar. Por nostalgia de la unidad medieval, convirtió al catolicismo a los creadores del romanticismo (Novalis, Görres, Adam Müller, Schlegel), hasta que, a través del también converso Schelling, cristalizó en el existencialismo de Kierkegaard.

Pudiera ser, en fin, que Giscard no haya querido hablar de cristianismo, en tanto que factor unitario del espíritu europeo, para no reconocer en este terreno la superioridad de la cultura alemana sobre la francesa. Una superioridad que se tradujo políticamente, tras la restauración de la libertad de partidos al terminar la guerra mundial, en la fortaleza de la democracia-cristiana alemana y la debilidad de la francesa.

Sin embargo, quien vinculó por primera vez el espíritu europeo al humanismo cristiano fue la persona que más amó a Francia y odió a Napoleón. La hija de Necker y amante de Benjamin Constant abrió el boquete por donde penetró en Francia la renovación del pensamiento europeo iniciada por Kant y Goethe: «Hay en el espíritu humano dos fuerzas distintas. Inspirada una en la necesidad de creer y la otra en la de examinar, ninguna debe ser satisfecha a costa de la otra. El protestantismo y el catolicismo existen en el corazón humano, son potencias morales que se desarrollan en las naciones porque existen en cada hombre. La religión cristiana ha ligado pueblos del norte y del sur. Ha fundido en una opinión común costumbres opuestas y, aproximando enemigos, ha hecho naciones en las que hombres enérgicos fortifican el carácter de hombres esclarecidos» (Mme. de Staël).

Lunes 6 de octubre de 2003

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