Este pequeño y culto país, espejo de civismo donde se miran los grandes, atrae hoy la atención de los medios. La conservadora Unión Democrática de Centro, dirigida por un empresario de Zürich (Blocher), ha roto en las urnas el consenso gobernante desde 1959. Y quiere participar en el reparto del poder ministerial en igualdad con los demás partidos. Pero éstos la vetan por atribuir su aumento de votos a una campaña xenófoba contra los riesgos de la inmigración.

No creo que esto pueda suceder en el país más cosmopolita y menos racista de Europa. Sobre todo porque el aumento electoral de la UDC sólo ha sido del 4,6%, y la crítica de la política de inmigración no va unida necesariamente al racismo. La causa de la inestabilidad gubernamental debe buscarse en otro lado. Concretamente, en la naturaleza cínica y antidemocrática del consenso de 1959, que fraguó un bloque de tres partidos convencionales con el temor al Mercado Común. Ese prolongado consenso, sin causa patriótica que lo justifique, choca con la tradición liberal de los cantones helvéticos. Lo extraño es que un tradicionalista como Blocher quiera participar en él, en lugar de cambiarlo por la regla de mayorías y minorías propia de la democracia.

Si el espíritu nacional no ha sido nacionalista en algún país, es en Suiza. Si el espíritu europeo se ha encarnado en alguna nación, es en Suiza. Si la unión de Europa ha tenido un modelo histórico en el que inspirarse, ha sido la confederación helvética. Si algún pueblo merecía el respeto de su neutralidad, era el suizo. Si algún Estado ha ofrecido un marco ideal para encuentros, negociaciones y organismos internacionales, es el suizo.
Entre montes, valles y lagos, unos cantones confederados convirtieron un ejército de mercenarios en una defensa civil de ciudadanos; integraron en un solo espíritu nacional culturas diferentes (alemana-francesa-italiana); realizaron la síntesis de la oligarquía de las ciudades y la democracia de las montañas («comburguesía»); hicieron de Ginebra la Roma protestante (Calvino); transformaron la Reforma autoritaria de Lutero en un humanismo liberal de inspiración erasmista (Zuinglio); produjeron educadores universales (Rousseau, Pestalozzi), estadistas ilustrados (Necker), literatos excepcionales (Mme. Stael), pensadores de lo moderno (Constant), historiadores geniales (Burckhardt), juristas internacionales (Bluntschli), lingüistas creadores (Saussure), junto a escuelas de psicología profunda (Jung, Szondy) y de arte moderno (Hodler, dadaísmo, Paul Klee).

Cuestiones anecdóticas mermaron en el inconsciente europeo la grandeza cultural de la historia suiza, tan bella y tan rica como su geografía. Del mismo modo que hoy se buscan policías en excedencia como guardaespaldas privados, durante el siglo XVII se puso de moda contratar antiguos mercenarios suizos como guardia personal de papas, reyes y potentados. Racine pudo consagrar entonces la injusta ironía de que sin dinero nada de Suiza («Point d argent, point de Suisse»), como Orson Welles («El tercer hombre») pudo ridiculizar el pacifismo suizo, tras la guerra mundial, con la estupidez de que sólo había servido para inventar el reloj de cuco.

Cuando la prensa habla de un partido nacionalista en Zürich, no parece saber bien lo que dice. En la atmósfera dadaísta de esa europeísima ciudad, un diplomático suizo, que luego se haría tan sabio como su apellido, Karl J. Burckhardt, escribió a su amigo el poeta austriaco Hofmannsthal: «En nosotros existe un sentimiento persistente de afinidades con Alemania, excluyendo todo nacionalismo. Gotthelf, Keller, Meyer, Jacob Burckhardt han demostrado a los suizos alemánicos que si son alemanes por naturaleza no lo son por condición política». Y le preguntaba si tan poca gente era capaz de meditar, ante el arte y la música actuales, «sobre la muerte de la melodía profundamente europea» en el «concierto de las potencias».

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