Claro
Oscuro
En la antigua Etruria, la ciudad de Caere celebraba tradicionales rituales que más tarde crearon, con el hábito popular, el nombre de ceremonia. Hoy, las reuniones del Estado en el Estado producen, mediante una práctica ritualística televisada, las Estadomonias.
Este término imaginado, el de la Estadomonia, producido por la necesidad de nombrar un artificio eventual e intrascendente, que se manifiesta mediante una ordenada reunión de trabajadores del Estado, es el que utilizaré en la presente reflexión, para describir, en lo posible, una ritualística propia de la inanidad, carente de todo vínculo con la sacralidad que conmemora los acontecimientos.
Los actos propios de la Estadomonia son los realizados por los programadores de eventos, los bien llamados expertos, pues es la eventualidad, es decir, lo que no tiene causa ni propósito, lo que los motiva. No se celebran en ningún lugar, sino en el Estado y no son, sino que únicamente están. No habiendo ninguna causa cierta que solemnizar, su único propósito es el de epatar. Epatar al vulgo con la mera exhibición de una cierta facultad: la que posibilita la mera conversión de una potencia en un acto. Una formalidad que, por el simple hecho de serlo, de presentarse con una forma, se ritualiza.
No siendo fundada por los acontecimientos, su vacuidad únicamente se hace inteligible señalando su semejanza, en lo formal, con los impresos 300 al 309 para la declaración del IVA. Parece ser que la contratación y la colocación de unas sillas, es elemento central en la pericia de los expertos, así como lo es la disposición de recuadros en la elaboración de los formularios. Mientras que en una boda el elemento central es el acontecimiento del matrimonio, en una Estadomonia lo es la eventualidad del mismo.
El nihilismo moral de lo estadomónico se entenderá mejor señalando la común etimología de lo vacuo. Es así una evacuación, tal y como la describió el ingenio del poeta Francisco de Quevedo:
Alguien me preguntó… ¿Qué es un pedo?
y yo le contesté muy serio: El pedo es un pedo,
con cuerpo de aire y corazón de viento.
El pedo es como un alma en pena
que a veces sopla, que a veces truena,
es como el agua que se desliza
con mucha fuerza, con mucha prisa.
Pero para concretar, y evitar así el vicio de filosofar, hay que destacar que el ritual celebrado en el patio de la Armería del Palacio Real el día 16 de julio, tuvo como protagonistas a unos individuos embozados, causando esto la dificultad para verificar y hacer ciertas sus identidades. Parece claro, no obstante, que ese ritual estuvo encabezado por un Rey, no de los españoles, sino del Estado en España. Un Rey del Estado que está presente en una Estadomonia, en la que lo eventual escenificaba el éxtasis de la nada. Rey descoronado y miembro capital de una monarquía, sin honor ninguno, que es la que da su forma al Estado español.

Ya dispuestas las sillas de unos funcionarios políticos en forma circular, y con una barbacoa como único elemento central, fue como el actual Presidente del Gobierno, eventual, se aproximó al artefacto, no para cocinar, sino para asar unas flores. El procedimiento de asado floral, parecía ser el propósito central de la oficiada eventualidad. Un evento que se hace oficial y que sirve a la feligresía estatal para regocijarse con lo insustancial.
Los rostros, compungidos, no por un mal ajeno sino por la compunción, caracterizaban la emoción de la punzada, con que la idiocia apuñalaba a sus eficientes valedores.
La justificación transmitida, a través de los medios de masas, es la de que la normal defunción de españoles, que se produce todos los meses de todos los años, necesitaba de un trámite escenificado, donde un ritual pusiese una desacostumbrada substancia, la floral, a la insustanciada vida civil española.
Cuando el neologismo de la pandemia sustituye al nombre de la epidemia, se hace necesaria una representación teatralizada que, para ser acorde, se sustancie en la misma nada. Si la habitual epidemia es ahora nombrada pandemia, entonces la salud ya no es tal cosa, sino mera ausencia de síntomas. Al decir de los idiotas, la enfermedad es la propia vida y la muerte, causa suficiente de un trámite legal de reclamación en el Estado.
Si la vida humana es considerada una enfermedad asintomática, se evidencia entonces que el miedo a vivir, padecido por los habitantes del Estado, es el miedo que quieren transmitir a la defenestrada sociedad civil española. Y el miedo que dan, es el mismo miedo que tienen.
De esa forma, algunos funcionarios políticos del Estado, encabezados por los respectivos jefes de cada facción, decían solidarizarse cuando lo que buscaban era solidificarse sobre la sociedad civil, que dicen gestionar. Una vida no vivida sino gestada desde el Estado, para una sociedad civil en la que sus integrantes, a su decir, demandan esa eficiencia. Si las latas de conserva en las estanterías de un supermercado pudiesen hablar, sin duda esta sería su misma querencia, no siendo capaces de lograr más belleza, que la de la propia ambición de ser dispuestas en un cierto orden.
Es así como los españoles, descivilizados (o “vandalizados” en el decir periodístico actual) y desesperanzados, desprecian la libertad, pareciendo encontrar su felicidad en un ordenamiento gestor que destruye la propia naturaleza española. Contra la realidad de lo posible, el artificio de los partidócratas pretende que el Estado dote de personalidad a España, a la nación española. Y esta distopía la alimentan, para su propia deshonra, en hogueras inquisitoriales donde arde la verdad del hereje de la libertad colectiva; en unas urnas de ratificación, donde la Estadomonia se manifiesta no como acontecimiento, sino como utópico evento oficiado y oficializado.
Y ahora corran… ¡corran todos a votar!