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Los resultados electorales no han creado una situación política sin salida. Se estaba en ella antes de celebrar las elecciones. Y se pensó ilusamente que la solución a la crisis de un Gobierno condenado por la opinión pública en razón de su criminalidad, estaba en las urnas. Directores de prensa y un reducido número de periodistas captaron la singularidad del problema y lo intentaron resolver, o esperaban que se resolviese, por medios acordes a la naturaleza del mismo: dimisión voluntaria; moción de censura de todos los parlamentarios, incluso los socialistas no afectados, contra el Gobierno de la corrupción; procesamiento judicial del presidente del Gobierno; y, dada la ausencia de instituciones democráticas para deponer a un Gobierno tan depravado, grandes manifestaciones y huelgas ciudadanas para expulsar de la sociedad política a la barbarie de este equipo gubernamental. Sólo cuando comprobaron que por muchos y por muy graves que fueran los escándalos denunciados, no provocarían esas reacciones previsibles en todo país civilizado, se resignaron a dejar la decisión del adelanto electoral a Pujol, pensando que el PP de Aznar era el instrumento más rutinario y menos dramático para desalojar del Estado a lo que se llama felipismo.

Este cálculo de la facilidad, sin átomo de razonamiento político, ha demostrado el espejismo que padecieron los que confunden la hegemonía de las ideas en la opinión pública con la de las fuerzas políticas en la relación electoral. Las denostadas encuestas han reflejado, sin embargo, la verdad de la hegemonía de la idea anticorrupción en la opinión pública. Y las urnas han dictaminado la ausencia de hegemonía en la relación de fuerzas que establece el sistema proporcional de listas de partido. La identificación o rechazo de los electores, frente a la imagen de derechas o de izquierdas de cada partido, es un sentimiento tan primitivo que ninguna evidencia moral o intelectual, contraria a la preferencia individual, puede modificar el sentido del voto de una colectividad. Hitler habría recibido el mismo número de votos antes y después de los hornos crematorios. El ardid psicológico de los incapaces de matar ellos mismos a los judíos es muy eficaz: no admitir la evidencia de los hornos crematorios. Por lo dicho en otras encuestas, la mitad de los votantes del PSOE no admite las evidencias de la corrupción y los crímenes del Gobierno. La otra mitad prefiere un Gobierno corrupto de los suyos a un Gobierno de los otros que, según quiere creer, haría lo mismo.

Sin reforma de la ley electoral, para que la sociedad política represente a la sociedad civil y la opinión pública coincida con la voluntad electoral, el laberinto moral de la corrupción, con hegemonía política del nacionalismo catalán en toda España, sólo tiene salida por la vía de la catarsis griega. Mientras tanto veremos como el PP se dispone a dar a Pujol lo mismo o más que le dio Felipe, y a pasar la página de la corrupción y del crimen de Estado en lo que de él dependa. Desde que ganó las elecciones, la imagen de Aznar se deteriora cada día como la de un infante encogido ante el espléndido sentido del Estado de sus padrinos Felipe-Pujol-Fraga, que le hacen padecer humillaciones sin cuento para asegurarse de su dócil complicidad antes de conducirlo con la lección bien aprendida al sillón presidencial. No se había visto algo tan penoso como su impúdica y pordiosera visita a La Moncloa. Si Aznar olvida que ha ganado las elecciones porque el régimen no ofrecía otra vía más expeditiva para expulsar del Estado a la banda que lo gobierna, pese a los millones de votos que la sostienen en su bandidaje, la salida del laberinto de la corrupción con peaje a Pujol ya no estará en la reforma de la ley electoral, sino en la quiebra necesaria de un régimen imposible. Pero cuando la visión del mundo está circunscrita a la de la clase dirigente, estas salidas no se ven antes de que se abran.

Artículo publicado en El Mundo el 18/4/1994

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