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Para expresar ideas interesantes en un periódico no basta con ser escritor de concisiones. Hay que tener concepciones originales de las cosas públicas, y expresadas con sinceridad. Lo primero no está al alcance de quien lo quiere o lo procura. Porque la sola voluntad de ser original no va más allá de la extravagancia. Lo segundo tampoco depende, contra lo que podría pensarse, de la honestidad personal del escritor. La inconsistente voluntad de ser sincero, por no estar acompañado o precedido de la honestidad de la inteligencia, sólo es capaz de producir atolondramientos. En la extravagancia está la profunda originalidad de la locura. En el atolondramiento, la espontánea sinceridad del botarate. El campo de la opinión, cuando no está circunscrito por el espeso valladar del convencionalismo, suele estar inundado por los desbordamientos del disparate y de la irresponsabilidad.

Para decir cosas convencionales, a favor de la corriente, no es necesario molestarse. Para eso basta la propaganda de las ideas establecidas. A la que todo y todos contribuyen. Lo poco o mucho que hay de bueno en el mundo, desde el arte a la ciencia, pasando por las costumbres sociales y la política, tuvo su origen en el disenso. El enemigo del progreso de la civilización siempre ha sido el consenso. Un arma insidiosa de represión espiritual que indefectiblemente sucede y sustituye a la de la fuerza policial, cuando no triunfa el disentimiento frente a la uniformidad mental de toda clase de monoteísmos del pensamiento único. Quien desee mejorar las condiciones de su existencia está obligado a disentir, a rebelarse contra lo establecido por consenso, como es el caso de nuestras instituciones políticas. Pero sucede que el disentimiento, cuando no comunica energía vital a una acción colectiva, por no ser fruto de la originalidad de pensamiento y no estar compartido por los demás, se suele transformar en la estéril ideología del fracaso, o en amargo resentimiento. Otro riesgo que, junto al disparate y de irresponsabilidad, amenaza a los comentaristas de la frustración.

Pero el riesgo común en los opinantes de mayor éxito popular está en el sentido común al revés, de que hablaba Turgueniev. Este tipo de pensadores de ocurrencias banales, tan frecuente en la literatura del XIX que ridiculizó a los tertulianos de reboticas ilustradas, suele ser grato a los directores de los medios. Dan la apariencia de ser revolucionariamente progresistas, siendo en realidad reaccionarios. Dicen con desparpajo lo contrario de lo establecido tópicamente como verdad vulgarizada: el matrimonio es perjudicial para los hijos, la educación pública es perniciosa para las vocaciones profesionales, la seguridad social disminuye la productividad, la utopía es necesaria a la izquierda, y todas las sandeces que resultan de poner el sentido común al revés. Son personajes simpáticos que se creen, ellos mismos, originalísimos, porque saben chocar con inauditas opiniones, tan llamativas como vulgares, al pensamiento común, situándose a medio camino entre la «boutade» y el chiste.

Y existe, finalmente, el riesgo de la inutilidad de la opinión fundada. Salvo los artículos de entretenimiento o comadreo que, sin belleza literaria, deberían estamparse en las páginas de pasatiempos, ¿para qué emitir opiniones razonadas con original intuición o juicio, sabiendo que serán ignoradas u olvidadas antes que leídas o entendidas? Los libros de ensayo tienen poca difusión. Las ideas esbozadas en los Diarios, poca duración. Esto no afecta a las opiniones favorables al poder, que sin merma de lo que merece ser retenido pueden ir al cesto de los papeles con el periódico de ayer. La vigencia de la vulgaridad no viene de la idea que la sustenta, sino del tipo vulgar de poder al que apoya. Capaz de generar infinidad de vulgaridades, lo malo de las nuevas ideas es que deben razonarse, y pudiendo no pensar, a todo el mundo le encanta no aburrirse con argumentaciones. La solución tal vez sea la del arte: emocionar con la intuición de la verdad, sin probarla con demostraciones. La idea se olvidará. Pero la emoción de su sinceridad quedará. Al menos, como huella de belleza moral y mental en un mundo feamente cosificado. Porque donde habita la belleza no se apaga el hogar de la esperanza.

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