Claro

Oscuro

La historia de la humanidad constata que al frente de los grandes acontecimientos han marchado siempre creencias comunes más susceptibles de ser sentidas que conocidas. Ninguna idea ha conmovido tanto a los hombres como la de nación. Más incluso que las de libertad o igualdad. Y es la menos comprendida. Su noción corriente la concibe, tal si fuera una persona moral, como un ser orgánico dotado de voluntad, alma, carácter y espíritu nacional. Todos los atributos de la persona menos la inteligencia, que es suplida por el destino. Esta descomunal creencia, tan cercana al animismo, es la mejor palanca inventada en la política para mover a las masas y la idea peor engendrada por el pensamiento. Siendo fruto de la acción humana y del azar, la nación no puede ser la ejecución de un proyecto. Como patrimonio histórico que se puede medir y contar, pero no hacerle sujeto de pensamiento y voluntad, jamás constituye algo ético.

Cuando la guillotina segó la cabeza visible del Estado, los revolucionarios de la libertad individual pusieron en su lugar la testa invisible de la Nación. Cuando las tropas de Napoleón desfilan ante las ventanas de la Academia de Berlín donde perora Fichte, el filósofo no habla de libertad ciudadana ni tampoco de independencia prusiana, sino de nación alemana, sea cuales sean los Estados donde habiten los alemanes. Cuando a Europa la agitan los revolucionarios de la igualdad, y el Manifiesto Comunista proclama que los obreros no tienen patria, Marx pone en su lugar la «nación proletaria», sea cual sea el Estado donde trabajen. Cuando la guerra francoprusiana coloca a Francia a los pies del emergente Imperio alemán, los Renán, Taine, Barrés, se revuelven contra los valores de la Revolución en nombre de una idea mística de la nación, entroncada a la del romanticismo y el historicismo alemán. Y sin lugar para un nacionalismo histórico de unificación de Estados, inventan el nacionalismo orgánico de dominación de individuos. El que llevó en Italia al fascismo y en España a la nación como proyecto sugestivo y unidad de destino. Ortega copió a Renan. Primo de Rivera a «La Lupa».

Concebir la nación como persona moral es idea más peligrosa y menos fundamentada que la del Estado ético. Al fin y al cabo, aunque éste no realice una función imparcial, está dotado de voluntad y personalidad jurídica. Mientras que la nación carece de órgano volitivo, a no ser que éste se confunda con el emanado del cuerpo electoral. Lo que llevaría a negar la existencia de nación si no hay libertad de elección parlamentaria. Expresiones como voluntad nacional, representación nacional y soberanía nacional, son vacuas ficciones ideológicas para hacer creer que la voluntad y la soberanía del Estado corresponden al concierto o la mediación que realiza entre todas las clases y categorías sociales de la nación. La inteligencia política no puede creer estas fábulas. Y si, justamente, niega eticidad al Estado, no es para dársela, descabellada e injustamente, a la Nación.

Como todo patrimonio, la nación tiene intereses objetivos, que el Estado debe preservar. Pero al interés nacional le sucede lo que a la voluntad general de Rousseau y al bien común de Santo Tomás. Nada hay que pueda concretarlo, salvo en situaciones de catástrofe, pues no es cosa discernible por votación. Y en esa imposibilidad reside la clave del éxito ante las masas de los partidos nacionalistas. En virtud de su visión mística de la nación, sólo ellos saben donde está en cada momento el interés nacional y cuál es el destino nacional. Que coinciden siempre con los del grupo cuyo jefe encarna la nación. Su voluntad personal es la voluntad nacional.

Arzallus y Pujol, augures del destino vasco y catalán, no tienen más que oír el latido nacionalista de su voluntarioso corazón.

2002

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