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Publicado el 28 de diciembre de 1977 en “El Nuevo Reporter”

La estructura social de España, la proporción de personas dedicadas a la agricultura, pesca, industria, servicios y comunicación de conocimientos, el modo de vida cotidiana, las cifras de producción y consumo por habitante, son comparables a las que tenían los países más desarrollados de Europa occidental a comienzos de 1960.

Pero la superestructura política de España, la relación jurídica entre el Estado y la sociedad, la forma de designar y de controlar al Gobierno, el modo de vida cultural, el grado de adecuación a la realidad de la conciencia política, el número de partidos políticos y de organizaciones patronales y obreras, son comparables a los que existían en esos mismos países europeos en 1830.

Esta colosal disparidad entre lo que de verdad hacemos y lo que sobre ello pensamos, entre la moderna realidad de nuestras funciones sociales y el arcaico funcionamiento de nuestra realidad política, entre nuestro modo de trabajar y nuestro modo de vivir la vida colectiva es, en mi opinión, lo que mejor define a la situación española a finales de 1977.

Por el modo social de producir y de consumir, tan sólo nos separa una generación de los pueblos europeos con quienes histórica y culturalmente debemos compararnos. Pero un abismo de diez generaciones nos distancia de estos mismos pueblos en orden a las instituciones políticas y culturales.

El año 1977 pasará a la historia de España, y también a la historia universal de los procesos políticos, como un prototipo original. Ha sido un año de cambio y de evolución: Pero hacia atrás. Del mismo modo que el progreso histórico no se produce de manera lineal sino dialéctica, así también se ha producido dialécticamente, es decir, de forma contradictoria, el retroceso político de España de 1977. A principios de año todavía podía resolverse la crisis política de la situación a través de una salida moderna y democrática. A finales de año la aspiración de los partidos de izquierda es consolidar la situación con una salida «orleanista» y liberal de la crisis política.

Hitos visibles de este singular proceso de evolución liberal del Estado franquista y de involución democrática de la sociedad han sido: legalización del PC, triunfo electoral del neofranquismo, restauración de la Generalitat, pacto social y político de la Moncloa, y proyecto de Constitución «orleanista» del Estado.

La valoración de este contradictorio proceso no puede hacerse a través de un balance de liquidación donde se sumen los saldos estáticos del debe y del haber para establecer una cuenta de resultados. La historia, a diferencia de las empresas voluntarias, sólo admite balances de continuación del negocio. Y en este tipo de balances lo que verdaderamente importa no es tanto el cierre, necesariamente artificial, de la cuenta, como la tendencia y la contradicción principales que se dibujan en ella para el futuro. Esta manera dinámica de valorar una determinada situación histórica es la única forma de escapar al subjetivismo de los que narran la feria según les ha ido en ella.

Aunque una situación política puede, y debe, ser valorada desde muchas y diversas perspectivas sólo una de ellas, la perspectiva del poder para las clases sociales, nos proporciona la visión de la tendencia principal y de la contradicción principal que predominan en la situación ante su futuro. Desde esta perspectiva privilegiada hay que responder con sinceridad a la pregunta: ¿Están más cerca o más lejos del poder estatal las clases dominadas? Si están más cerca que al comenzar el año, el proceso político del año 1977 habrá sido positivo para la democracia. En caso contrario, habrá sido negativo.

Pues bien, según la opinión de todos los partidos parlamentarios que han redactado por consenso el proyecto de Constitución, entre los cuales se encuentran el PSOE y el PC, las clases democráticas, y con ellas la clase obrera, no sólo se han alejado de una perspectiva de poder más o menos próxima, sino que jamás podrán alcanzar el poder del Estado. En efecto, sólo quien tiene este convencimiento puede aceptar los mecanismos institucionales del parlamentarismo «orleanista» que se consagra en el texto constitucional. El Rey nombra al presidente del Gobierno y lo revoca. El Congreso confirmará siempre el nombramiento y la revocación, ya que si no lo hace todos los diputados y senadores perderían sus escaños y tendrían que afrontar el riesgo de unas nuevas elecciones. Depende, pues, de la exclusiva voluntad del Rey, y no de los resultados democráticos de las consultas y elecciones populares, que las clases sociales dominadas pasen a ser políticamente predominantes.

Es cierto que el texto constitucional podrá ser reformado y que, por esta vía de la reforma constitucional, el parlamentarismo «orleanista» puede ser convertido algún día en un parlamentarismo democrático. Pero esa posibilidad teórica sólo comenzará después de los cinco primeros años de vigencia de la Constitución. Antes de ese plazo cualquier reforma de la Constitución llevará aparejada como pena la disolución automática de las Cortes.

Mi opinión respecto al balance político de 1977 no es tan pesimista como la de los partidos de la izquierda parlamentaria. Pienso, como ellos, que la Constitución no es democrática, ni conduce a la democracia, pero afirmo, contra ellos, que esa Constitución no es realista, aunque sea «real», porque no traduce en el régimen político la verdadera correlación de fuerzas existente en el terreno social.

En consecuencia, el régimen orleanista que impone la Constitución voluntarista y artificial preparada por la ponencia, no puede durar más que a base de una concepción represiva del orden público. No es ningún misterio que el año termine con más tensiones y violencias provocadoras que las realmente existentes cuando al principio de año todos los partidos hablaban de la famosa «desestabilización.

La imposibilidad orgánica y funcional de constituir la realidad española de 1977 con arreglo a los criterios políticos de 1830 determina la necesidad histórica de una ruptura de estos criterios y la adopción de una fórmula constitucional decididamente democrática. Y en este terreno no hay más que dos opciones: régimen parlamentario democrático o régimen presidencialista democrático. En la época industrial, el progreso institucional, la innovación creadora, el orden democrático y la perspectiva de otras alternativas reales de poder para las clases dominadas pasan por el régimen presidencialista.

 

El nuevo Reporter 32 (artículo)

El nuevo Reporter 32 (portada)
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La Redacción del Diario Español de la República Constitucional quiere hacer mención especial al repúblico Francisco Javier Briongos Gil por la aportación de este valioso documento.

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