Claro
Oscuro
La transición pudo vencer a la verdad de los hechos históricos y de los ideales comunes porque, dejando de lado los restos de moralidad política que, en la oposición, sobrevivieron a la dictadura, hizo virtud de todos los defectos del carácter español desarrollados bajo ella. Entre otros, del indefectible recurso a la facundia para disimular la mentira. Por mucho que se piense en la naturaleza de los cambios morales traídos con el cambio político, es imposible no ver en el miedo y la disimulación el origen de la actual palabrería. El espacio audible se rellena de palabras vacías o falsas, sin conceder tregua al silencio ni a la reflexión, del mismo modo que se silba, en la soledad de la oscura callejuela, para ahuyentar el temor. Las palabras salen de la boca antes de que a ella llegue un aliento de pensamiento. Señal de que la lengua está desatada por una pasión instintiva de ocupar espacio disputado, de conquistar sitio de privilegio, de ser admirada, antes de que entren en juego las ideas y razones que hacen legítima la dominación cultural o política. La lengua se dispara sola no porque tenga algo que decir o que tratar, sino porque tiene algo que ocupar, aunque sólo sea la atención ajena.
La parlomanía -siempre inoportuna, impertinente, pretenciosa y cargante- había sido ya desenmascarada, desde el aristotélico Teofrasto al clásico La Bruyère, como un defecto corriente del carácter individual en los pueblos mediterráneos. En ellos, nadie está libre de sufrir la deprimente experiencia del parlero de la noche. Ese que toma por asalto la primera oreja que se cruza con su incontinencia verbal y que, una vez en posesión de ella, no la desahucia hasta ponerla, sorda de aburrimiento, a la orilla de la almohada. Este peligro privado, del que se puede huir con poco riesgo para la educada convivencia, se convirtió en pesada y turbia atmósfera pública, de respiración tan dañina para la libre ventilación del alma como la polución del aire para la de los pulmones, con el tránsito de la palabra reprimida en cuartel a la lengua suelta en palacio. El nivel de contaminación que el aire nacional, pletórico de voces huecas y frases incoherentes, introduce en las inteligencias y sensibilidades de la colmena ciudadana, a través de los canales de comunicación oral, amodorra los instintos del buen sentido, la capacidad de visión crítica y la moralidad natural de casi todo el pueblo. Y nada ni nadie escapa indemne de este edema oral de la mentalidad pública.
El feo vicio de la palabrería («adoleschía»), más corrosivo que la vulgar charlatanería y menos inocente que la verbosidad, tan alejado de la jovial parlería como vecino del ingrato parloteo, se expresó en francés con la voz despectiva «babil». De la que he derivado el vocablo «babilismo» para designar con él tanto la pasión de hablar en público sin decir nada con sentido común, o simplemente comprometedor de la conciencia, propia del político postmoderno, como el arte profesional de contertulios de radio y televisión, presentadores de libros de moda y oradores de toda ocasión. El genial «Cantinflas» expresó, cómicamente, el oficio «babilista» que el PSOE hizo suyo para la comunicación dramática. De esta forma suramericana, el vicio de palabrería se hizo virtud política con la trasnochada grandilocuencia del último falangista y la elocuente chorretada del primer perorar socialista. Y los intelectuales, clase subalterna de la inculta transición, dieron prestigio idiomático al «babilismo». Forma del hablar infante que, admirada del poder mitológico de las palabras, esconde su ignorancia en un montón de voces inconexas atadas con rosarios de partículas causales. Frente al frío laconismo que, atraído por la simpleza persuasiva de la fuerza, mete toda la idiocia en la redundancia de la frase de mando: ¡haremos lo que haya que hacer, reformaremos lo que haya que reformar!
LA RAZÓN. LUNES 10 DE ENERO DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano