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Oscuro

Desaprobar un acto de otro no tiene el mismo significado que condenarlo. La Religión y la moral condenan al crimen político. La Justicia de partidos, a los criminales por orden, y no a los jefes del crimen. La sociedad rechaza la delincuencia individual y tolera la de partidos o empresas potentes. Desaprueba el crimen como acción pública y lo aprueba como acto subrepticio del poder. El Estado aparta del mando a los criminales subalternos y obtiene rentas políticas de su represión penal. La condena moral de los culpables no sirve más que para destacar la inocencia de quien la hace. Y lo que la judicial define es la probidad de los no procesados. La corrupción florece con la impunidad. El terror se actualiza por idealismo, la policía se bate por profesión.

La desaprobación del delito por las bases que cimentan la fama parece, en principio, más eficaz que la condena moral. Pero nadie puede desaprobar algo sin estar apoyado en lo que aprueba o sin manifestar las causas originales y las razones inteligentes de la desaprobación. De otro modo, no deja de ser autoritarismo. De- saprobar sin criterio equivale a condenar. Y lamentar los daños del crimen no es condenar ni desaprobar. Sin instituciones que hagan señorear la prevención sobre la represión, no hay esperanza de eliminar las causas de la corrupción en la clase dirigente ni las del terrorismo en el campo nacionalista.

El Estado de partidos, por su naturaleza corrupta, no puede concebir siquiera la posibilidad de reformas constitucionales que transformen la oligarquía actual en democracia.

Sin equilibrar las Autonomías con un Régimen de concentración presidencial del poder ejecutivo, los nacionalismos periféricos tienden por su esencia centrífuga a la separación y a la simpatía latente con el terrorismo. Sin separar el legislativo del ejecutivo, que el parlamentarismo confunde en un sólo poder con dos funciones, la corrupción es inevitable. El abecedario de las actitudes sociales y personales ante el crimen político, a las que dedicaré un artículo, está sometido al razonamiento del cornudo. Si mi mujer me engaña, que no me entere. Si me entero, que no me importe. Si me importa, que lo lamente y no me separe. Todo antes que la ruptura del matrimonio. El sofisma llamado «El Cornudo», atribuido por Diógenes Laercio a Crisipo, dice así: «si nunca has perdido algo, aún lo tienes; como no has perdido los cuernos, aún los llevas». Sólo es sofisma respecto a los cuernos anatómicos, que el hombre no tuvo ni pudo perder. Pero como metáfora, tiene una lógica aplicable al engaño cornudo.

El engaño del Estado dictatorial puso los cuernos del crimen político a la Sociedad. Y la Transición, que prefirió todas las indignidades a la ruptura, los desarrolló al modo cérvido. Por eso hoy parece normal la anormalidad de que la corrupción y el terrorismo sólo sean condenados, desaprobados o lamentados. Todo es preferible al divorcio y la ruptura con la oligarquía, que los produce por emanación y mantiene por seguridad, como Napoleón a la nueva aristocracia del dinero y la política.

Si la Sociedad no perdió la indignidad, ganada a pulso de miedo y medro con el franquismo, aún la tiene. La conserva con las libertades de la Transición, en aras de aquel mismo realismo. Por esta indignidad, los que tendrían que condenar el crimen político (Iglesia), lo desaprueban; los que deberían desaprobarlo con criterio político (prensa) lo condenan; los que lo aprueban (Batasuna) lo lamentan; y los que podrían evitarlo (partidos) lo cometen. Como cornudos casados con ricas por herencia, nadie se divorcia de la fea oligarquía, fuente de riquezas sin cuento por la bella cara de partido, ni pone fin a las capitulaciones del Estado, en régimen de separación de bienes y competencias, con el soberanismo periférico.

LA RAZÓN. MARTES 8 DE ENERO DE 2002

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