Claro

Oscuro

Para comprender las hipótesis de trabajo del Supremo y la Generalitat, hay que traer a la memoria la bastardía de las ambiciones que, en nombre de la democracia, han marcado el paso de la transición desde la dictadura a una oligarquía de partidos estatales. La ilusión de las libertades públicas, en un pueblo que se habituó a vivir sin ellas, disimuló la realidad de poder hasta que la impotencia del régimen político puso de manifiesto la quiebra de la autoridad moral en las instituciones y el fuerte arraigo de la servidumbre voluntaria en los españoles. Hasta el punto de hacer intelectual y moralmente irrespirable la atmósfera pública, que apenas nos trae un murmullo de palabra verdadera y honorable. En lo personal, hay que alardear de cínico para no parecer un ingenuo idealista. En lo político, hay que hacerse el tonto para parecer útil, y votar. En lo social, las causas del conflicto, cuyos aliviaderos han sido taponados con el artificial consenso de la clase dirigente, no cesan de acumularse. Y lo que era inconcebible al término de la dictadura, el desmantelamiento del Estado de bienestar, la ilegitimación de los sindicatos reivindicativos, la revocación política de la jurisprudencia civil o la misma independencia de Cataluña, ahora se plantea como «hipótesis de trabajo» de la clase gobernante.

Los documentos elaborados por la Sala de lo Civil del Supremo y la Generalitat proceden de una misma inspiración subversiva. En la forma semiclandestina. En el fondo demoledor de la unidad funcional o territorial del Estado. En la apelación a la Corona como único vínculo, común y simbólico, de una pluralidad de soberanías oligárquicas, cuyo modelo es la Monarquía polaca del siglo XVI. Fue allí donde el oligarca Zamoyski rechazó la corona que le ofreció la Dieta, pronunciando el lema de que «el rey reina pero no gobierna». El carácter simbólico del poder Real sitúa esas hipótesis de trabajo en un despejado horizonte de autonomía. Que para la Generalitat equivale a la independencia de Cataluña. Esos papeles sueñan con la España estamental de los Austrias. La que añora el moderno nacionalismo catalán. Sin querer percatarse de que la autonomía de entonces no entrañaba riesgos secesionistas, porque en Cataluña reinaba y gobernaba el poderoso Rey de todas las poblaciones de España. Si ahora, con un Rey sin potestad, el Gobierno cediese todo el poder ejecutivo a la Generalitat, que es su hipótesis de trabajo, se consumaría la independencia de Cataluña. Pero mi antiguo amigo, el señor Pujol, no tiene razón para el enojo. En la propia Constitución se puede detectar la carga explosiva que encierra la lógica del Estado de las Autonomías.

En una reciente conferencia universitaria sobre el futuro de la Constitución, sostuve que el Tribunal Supremo debe asumir las funciones del TC, y que el presidente del Ejecutivo debe ser elegido por los ciudadanos, para separar los poderes estatales y reforzar, con la democracia formal, la unidad del Estado. La centrifugación de las oligarquías autonómicas se compensaría con la concentración de poder del voto presidencialista. Los expertos en nacionalismo periférico reducen el valor de la hipótesis subversiva al de una táctica para obtener ventajas de un gobierno débil, necesitado de su apoyo. Pero los que se tranquilizan con el mercadeo de las competencias autonómicas olvidan la naturaleza sentimental del nacionalismo, que crece su intensidad a cada satisfacción que obtiene. El señor Pujol es el único que sabe adónde quiere ir, si le dejan. El señor González se dispone a aligerar de equipaje al Estado en un viaje, con descarga en Maastricht y Barcelona, cuya estación término todavía no conoce. Al generalizar la particularidad catalana y vasca, el señor Aznar tampoco sabe hacia dónde camina. Y la frívola adicción al café para todos pone en cuestión, con el inconsciente extremismo de la Administración única, la unidad de España.

EL MUNDO. LUNES 14 DE FEBRERO DE 1994


Blog de Antonio García-Trevijano

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