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El gran problema de los países árabes, lo que los distingue de los pueblos que dieron dimensión estatal a su conciencia de identidad política nacional, no está en los valores culturales que los aferran a costumbres diferentes del modo de vida occidental. La diferencia cultural no ha sido por sí sola obstáculo insalvable para que la forma occidental del Estado nacional se adapte a otras concepciones del mundo muy distintas de la cristiana. Turquía lo ha demostrado. Lo que hace de los árabes un caso peculiar en la historia de los pueblos que fraguaron grandes civilizaciones, no es su fidelidad al Islam o a las tradiciones sociales musulmanas, pero sí su incapacidad para liberarse del colonialismo europeo, dotándose de un Estado propio a la medida de toda la gentilicia Nación árabe o, si esta vocación no era realizable sin otro líder profético como Mahoma, sintiendo al menos el hecho nacional al unísono con las aspiraciones a la Independencia de cada Estado territorial.

El nacionalismo islámico ha operado políticamente como el perro del hortelano. Ni se ha transformado en un estado islámico ni ha permitido la consolidación de nacionalismos locales en los países musulmanes. La historia moderna de Turquía, Siria y Egipto está marcada por el conflicto de sus nacionalismos territoriales con el panarabismo sentimental y retórico de los musulmanes en general y de la Casa Saudí en particular. La fundación del Estado de Israel no creó este problema, pero lo agudizó y complicó al dar una bandera de combate al nacionalismo palestino y un estandarte de política internacional al panarabismo. El oportunista Nasser unió el estandarte a la bandera. Y su fracaso hizo retroceder el nacionalismo árabe, con sucesivas derrotas militares y el equívoco neutralismo de Bandung, a la situación de conformismo estatal y agitación fundamentalista que hoy lo definen. El kemalismo turco triunfó en el mismo terreno ideológico donde fracasó el naserismo egipcio.

La secularización del Estado parece incompatible con el nacionalismo árabe. Atartuk lo comprendió. La ambición de Naser, más propia de un califa que de un jefe de Estado, no sólo marchó a contrapelo del nacionalismo egipcio y los celos de Arabia Saudí, sino que provocó la reacción fundamentalista donde anidó el primer brote importante de terrorismo islámico.

Las convulsiones políticas en Irán y Afganistán, dos países islámicos pero no árabes, junto al colaboracionismo occidental de Jordania, Túnez y Marruecos, la rendición de Libia, la resignación de Irak, el golpe de Estado contra los resultados electorales de signo integrista en Argelia, el occidentalismo del baasismo sirio, la hibridez de Pakistán, la domesticación de Arafat y el consorcio petrolero de la corrupta Monarquía saudí y los Emiratos, confirman mi tesis de que el terrorismo islámico es un epifenómeno político, sobrepuesto a la impotencia de la Nación árabe para constituirse en Estado islámico, nutrido por la impiedad religiosa de la clase gobernante y sostenido por la hipocresía de las monarquías amigas de Estados Unidos. Que sea un epifenómeno no quiere decir que el terrorismo islámico sea poca cosa, pero sí que se trata de un sobre-fenómeno, un fenómeno sobrante en el Islam, carente de sustantividad que se sostenga a sí misma. No tiene luces propias.

La guerra mundial al terrorismo no tiene más valor y otro sentido que el de una metáfora. El valor y sentido que tendría llamar a los bomberos para apagar fuegos fatuos. La fosforescencia del terror no la produce un ejército de terroristas al que se pueda desarmar en combate, sino los cadáveres que se acumulan en la confluencia de las avenidas del fanatismo con las calles de la ambición de poder y las callejuelas de la envidia del Estado. La guerra de Afganistán sólo habrá servido para sustituir un régimen de fanáticos por otro de «entrebandistas», y para demostrar, a los que se instruyen por el acontecimiento, que no era necesaria

LA RAZÓN. JUEVES 22 DE NOVIEMBRE DE 2001

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