Claro

Oscuro

En la formación de las naciones clásicas ¬y España es una de las primeras, junto a Francia, Inglaterra, Portugal y Holanda¬ concurrieron factores tan heterogéneos o dispares tales como azares, necesidades, conciencias, religiones, derechos, deberes, lenguas, creencias, guerras, matrimonios, ambiciones, pactos, errores, traiciones, miedos y dejaciones. Salvo la propensión al dominio de la lengua y la religión de los Reyes feudales más poderosos, ninguno de todos esos factores dio a las poblaciones la oportunidad de consentir el hecho nacional. Lo voluntario y lo involuntario lo tramaron. Vascos, catalanes, castellanos, gallegos o murcianos, pertenecen a España como a la familia. Sin consentimiento. Y para contentarnos con lo inevitable, se inventó la creencia humanista en el destino.

La Revolución francesa, y en menor medida el ejemplo de la guerra de Independencia de las colonias inglesas en América del Norte, cambiaron el escenario medieval de donde emanaron las que podemos llamar con propiedad naciones renacentistas. El principio universal de la libertad descubrió a los pueblos que ellos podían determinar su destino en lugar de padecerlo. Y construyeron las naciones románticas (Alemania, Italia) con la voluntad nacional y la política rectora del reino más pujante (Prusia, Piamonte).

Las dos guerras mundiales (la segunda fue una prolongación de la primera) liquidaron los ideales románticos que, al concebir a las naciones como voluntad de poder, las habían conducido al reparto colonial del mundo entre imperios nacionales y a la idea nacionalista del Estato. Las dos potencias vencedoras crearon un organismo internacional en la ONU para reconocer el derecho de autodeterminación de los pueblos colonizados. Y con resistencias pasivas, guerras de liberación o apoyo de las potencias de los dos primeros mundos, nacieron los Estados sin Nación del tercero.

La transición española liquidó el Régimen de Franco y, con él, el nacionalismo de Estado que lo sostuvo. Pero la aterradora ignorancia de todas las fuerzas convergentes en el consenso creó la insoportable contradicción nacionalista en que se fundamenta el actual Estado de las Autonomías. Nadie pensó en las graves consecuencias que se derivarían de la naturaleza romántica del nacionalismo catalán, pretencioso constructor de su nación, y del carácter tercermundista del vasco, pretencioso liberador de la suya. El consenso creyó con ingenuidad que ambos designios, basados en la ideología fascista de nación como voluntad de poder destinada a vivir en lo universal, lo que no es posible sin vida estatal independiente, quedarían frenados o equilibrados con la igualdad territorial heredada del nacionalismo franquista. Y el aprendiz de brujo no sabe, ahora que presiente el desastre, cómo parar el juego artificial de las Autonomías, al que dio cuerda con los nacionalismos, antes de que sea demasiado tarde.

No puede confiar en la dinámica de las instituciones, por la naturaleza del sistema electoral, concebido para favorecer a los partidos nacionalistas. No puede recurrir al sentimiento natural de la patria común, pues lo tiró por la borda, junto con el bastardo nacionalismo español, para aliviar a la monarquía y a los renegados de la carga franquista, en su nueva odisea por las espumas de la libertad. No puede gobernar la nave nacional entre la Escila vindicativa del nacionalismo vasco y la Caribdis reivindicativa del catalán, porque la Transición fletó el Estado de Partidos sin calado democrático y sin lastre español.

Ya sólo le quedan dos recursos: aumentar la represión y la desconfianza frente al nacionalismo vasco, como si todo él fuera separatista, y aferrase a la palabra tranquilizadora de Aznar y Zapatero. ¡La unidad de España pendiente del hilo verbal de dos hombres!

LA RAZÓN. LUNES 24 DE DICIEMBRE DE 2001

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