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Como persona, don José María Aznar ha querido distinguirse y separarse del rasgo esencial que caracteriza a la clase política en el Estado de Partidos. Y lo ha conseguido. Su decisión de no renovar su duración en el poder gubernamental, cuando su reelección sólo sería un trámite burocrático, lo pone moral y estéticamente muy por encima de las cualidades comunes de la clase de gente que lo ha elevado y de los pobres valores del pueblo al que ha gobernado con tanta facilidad y con tan poca oposición durante seis años.

La belleza moral de su gesto, que en una sociedad culta y democrática pasaría desapercibido, cobra en el corrompido espíritu público del sistema oligárquico, impuesto por la Transición, el esplendor de una verdadera hazaña ética. Sin ambición de poder y espíritu partidista le hubiera sido imposible alcanzar el Gobierno. Con sólo esa ambición personal y ese espíritu de grupo no podría ahora dejarlo. Algo hay pues en su carácter político que lo hace merecedor de admiración en la circunstancia española y de profundo respeto en cualquier caso.

Durante más de medio siglo ningún político europeo ha brindado a la crítica objetiva la oportunidad de elogiarlo. No porque se deba exigir demasiado a los gobernantes o esperar mucho de ellos, a pesar de que digan dedicarse a los demás por vocación de servicio público, pero sí porque ninguno ha dado motivos para que alguien distinto de sus partidarios, o alejado de los hábitos de adulación al poder, pueda encontrar en la clase dirigente del Estado de Partidos algo extraordinario o elevado en personalidad moral, sensibilidad cultural o mero talento de hombre de Estado. El nivel de los políticos actuales es claramente inferior al de otras profesiones que requieren el continuo concurso de la inteligencia y del sentido común para destacar en ellas.

El Sr. Aznar ha demostrado, con su anormal desprendimiento del poder directo sobre los demás y falta de apego al elevado cargo que ostenta, algo tan sabido en las conductas sociales, pero tan desconocido en las costumbres políticas, como que puede haber comportamientos públicos que dejen de estar guiados por el egoísmo de lo inmediato o confundidos con el propio interés. Lo irónico es que deba elogiarse al Presidente del Gobierno no por haberlo sido en un sistema corrompido, y no haber cometido fechorías dignas de este nombre pudiendo hacerlo como su antecesor, sino porque sin razón que le obligue quiere dejar de serlo. Se nota su justo deseo de ser incomparable con lo que le precedió. Y eso se lo merece. Pues pertenece a ese tipo de personas que se hacen dignas y grandes no por la grandeza y dignidad de sus ideales, sino por comparación con la indignidad y bajeza de sus congéneres.

La persona de Aznar, a juzgar por la soberbia decisión de no volver a ser candidato, vale más que el cargo de presidente de una oligarquía de partidos y de barones de partido. Su lealtad al sistema de poder, su falta de coraje para reformarlo como prometió, le han impedido tener grandeza como gobernante. Pero su formidable salida del Gobierno lo hará grande como persona cuando abandone también, con la presidencia de su partido, el poder de designar a los que han de gobernar.

Su familia y los amigos que no han obtenido ventajas de su poder tienen motivos para alegrarse. Tantos como para sentirse momentáneamente desolados los que se promocionan con su favor. Estos encontraran pronto consuelo en su cortejo al sucesor. Aquellos descubrirán que el vacío dejado por la falta de ambición de cargos públicos, si no es llenado por la necesidad insaciable de honores y reconocimientos sociales, que tanto hace sufrir a los triunfadores retirados de la acción, les abrirá insospechados horizontes de enriquecimiento afectivo y conocimiento del mundo social.

LA RAZÓN. LUNES 28 DE ENERO DE 2002

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