Claro
Oscuro
Las opiniones sobre el fútbol mundial que estamos viendo no parecen captar lo que está sucediendo. Pues oscilan entre el anacronismo de los antiguos comentadores y la pedantería científica de los modernos comentaristas. No me refiero a los aspectos sociológicos y políticos de este bello deporte de equipo. Ni al hecho de que cuatro países sin tradición de balompié (Estados Unidos, Senegal, Turquía y Corea) se hayan situado entre las ocho mejores selecciones del campeonato. Lo más interesante, lo que nadie explica porque no sabe salir de las enseñanzas inglesas o brasileñas de otros tiempos, es que el propio fútbol está transformando un juego de habilidad y fuerza en arte de concierto de movimientos corporales, al modo de la danza coreográfica y el baloncesto.
Si la esgrima, el pugilismo, la equitación, el toreo o la mímica son variedades de un mismo tipo de arte, donde el hombre expresa con el cuerpo mudo su relación con la sociedad o la naturaleza, el fútbol está expresando hoy, en un escenario de adversarios sin adversidades, la misma ansiedad de poder y gloria que ciudades y naciones expresaban antes con paradas musicales y desfiles militares.
La ceremonia inaugural de cada partido disciplina el caos de las emociones individuales que una coral de partidarios reducirá enseguida a dos solas emociones de entusiasmo. Y la masa de espectadores transmite con ruido unísono esa disciplina de la animación rítmica no ya a los jugadores de su bando, como hacían las antiguas hinchadas, sino incluso al propio ritmo de juego. Los futbolistas no saben jugar ante un graderío tranquilo. Necesitan sonoras oleadas de aliento o de abucheo. Raúl o Vieri meten a la masa vociferante goles de silencio.
Lo único que importa, como en la guerra, es la victoria. Los entrenadores no convocan, como antes, al virtuosismo. Saben que han de orquestar un equipo que concierte las cinco funciones necesarias para dominar el espacio y el tiempo del partido. La barrera defensiva se organiza como un frontón que devuelva la pelota a pies amigos, con incursiones por las alas a territorio enemigo. En el lugar de la antigua línea media se sitúan los recibe-pelotas desde atrás, los rebañadores de balones de frente y el canalizador de las asistencias a uno o dos arietes de remate. Pues bien, este era el esquema europeo que Senegal con paciente ritmo y Corea con arrebato de arrebatiña han destrozado.
Ante el encuentro España-Corea, cuyo interés popular supera con creces al del paro general, conviene recordar que Italia ha sido eliminada no por falta de entusiasmo y energía, sino porque ha jugado frente a Corea como lo habría hecho contra España. Aún no ha comprendido la transformación del deporte del fútbol en arte de concierto rítmico. La derrota ha premiado su anacronismo defensivo, su pensamiento conservador de alguna gesta afortunada.
La inteligencia del mejor director de juego de ataque en toda la historia de la selección española, la iniciativa creadora de Valerón, su rápida intuición de los espacios libres que serán ocupados a la menor indicación de su gesto, no deben ser sacrificadas en tareas defensivas. El arte del fútbol necesita combinar la visión de tres tipos de jugadores. Los que miran a sus pies, los que sólo ven la posición inmóvil de un compañero o los que imaginan dónde estará éste cuando le llegue la asistencia. Por eso, el enemigo a vencer no es la velocidad del contrario, que le obliga a mirar al suelo, sino el fuera de juego propio.
La debilidad del equipo español no estará, como se teme, en la defensa, donde Pujol y Helguera reúnen la excelencia expeditiva con la combinatoria. El peligro ante la velocidad y resistencia coreanas está en el centro, donde Luis Enrique y Mendieta deberían sustituirse por Joaquín y Sergio. Si sus ofensivas no las frustran los continuos fueras de juego, España puede ganar con relativa facilidad a Corea.
LA RAZÓN. JUEVES 20 DE JUNIO DE 2002