Claro
Oscuro
Después de un cuarto de siglo haciendo leyes para regular la vida de los españoles, los partidos caen en la cuenta de que ellos mismos no tienen ley propia. Han legislado para los demás desde la óptica de partido, pero no para sí mismos. Salvo los textos clásicos de derecho privado, todas las leyes en vigor son leyes de partido. La Constitución también, pues no hubo fase de libertad constituyente. El automandato a los partidos de que se doten de un régimen democrático, además de ser absurdo en asociaciones voluntarias, se estrella como pura utopía contra la ley de bronce que oligarquiza a todas las organizaciones de masas.
En teoría, la potestad legislativa pertenece al Parlamento. En la práctica, a la media docena de dirigentes de partido que lo rellenan con diputados de listas de partido. El partido en el gobierno, en tanto que cautivador de los intereses sociales en juego, tiene la iniciativa de las leyes; en tanto que animador de la mayoría parlamentaria, las hace; en tanto que responsable de su aplicabilidad, las reglamenta: en tanto que titular del poder ejecutivo, las aplica; y en tanto que promotor del poder judicial, las interpreta. Estado de derecho en circuito cerrado.
A este sistema constitucional, fundador del Estado de partidos, todo el mundo le llama democracia, para distinguirlo de la dictadura del Estado de un partido, al que sucedió. La propuesta científica de nominarlo por su verdadera naturaleza política, «oligarquía de partidos estatales», no es aceptada por los intelectuales ni por los medios informativos. Pero la nominación de las cosas sociales, cuando no es la adecuada a su estructura real, destruye la simpatía con el nombre sustantivo al predicarle los denigrantes atributos de la realidad designada.
De este modo, la corrupción económica y la degeneración cultural que necesariamente producen todos los sistemas oligárquicos, sólo pueden ser tratadas, al modo de las víctimas civiles en las «guerras justas», como si fueran meros efectos colaterales o indeseables de la democracia. Es decir, algo inevitable y sin alternativa, un mal menor intrínseco al bien mayor de la libertad.
Pero lo peor del sistema no está en el hecho de que sea oligárquico, pues eso deriva de una coyuntura constitucional de guerra fría que quedó obsoleta, sino en el derecho adquirido por la sociedad europea que sucumbió ante el fascismo, a tratar para siempre al Estado de partidos como si fuera la única expresión posible de la democracia política. Este es el mito fundador de las tres modernas perversiones de las sociedades europeas:
a) una vida política ajena a los intereses genuinos de la sociedad;
b) una vida intelectual fragmentada y separada de la realidad;
c) una vida cultural alejada de todo asomo de autenticidad.
Esta ficción global se instaló en las fuentes del pensamiento individual y de los sentimientos colectivos. Y a una sola ficción corresponde con naturalidad tanto un pensamiento único como un consenso político. La actual paradoja consiste en que todos denuncian al primero sin saber que constituye el presupuesto intelectual del segundo.
La mala fe intelectual de la clase dirigente y la ignorancia de las masas gobernadas han creado la convicción de que la actual crisis del Estado de partidos, nacido como instrumento de la guerra fría, es una crisis de la democracia, de los partidos o del Estado. Esta falsa convicción explica que nadie acertara antes en el diagnóstico de la crisis italiana, ni acierte ahora en el de la francesa.
Sería pedir peras al olmo que el Gobierno, para ilegalizar a Batasuna, devolviera a los partidos a la sociedad y los sacara a todos de su financiado nicho estatal. Lo único que logran los privilegios negativos, según el bello decir del jurista Joaquín Navarro, es «ilegalizar la ley».
LA RAZÓN. LUNES 13 DE MAYO DE 2002