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La carta pastoral de los obispos vascos contra la Ley de Partidos no está fundada en motivaciones de orden jurídico (ilegalidad de las leyes dictadas para lo particular), como las que basan mi oposición a dicha Ley. La famosa carta tampoco obedece a ningún argumento basado en las exigencias de la razón práctica en materia política.

A nadie le habría molestado que esa declaración episcopal se hubiese limitado a dudar de la utilidad o eficacia de la Ley de Partidos, en el terreno moral o sociológico, como medio de alcanzar los fines antiterroristas perseguidos con ella. Pero lo abominable no está en lo que dice la carta, por inconveniente o perverso que le parezca al Gobierno, sino en que se llegue al extremo de negar al obispado el derecho de expresar su opinión, en un tema sobre el que tenía además el deber de hablar.

El problema lo ha suscitado la falta de equilibrio que la parcialidad ha causado en la intención condenatoria del crimen. No es extraño que las reacciones hayan caído, con el mismo defecto de imparcialidad, en la exageración contraria. Pues ambas posiciones no son expresivas de un desarrollo argumental de la razón política, sino de la excitación emotiva que siempre produce la demagogia inherente a los sentimientos nacionalistas en general y al terrorismo vasco en particular.

La opinión pública no percibe la dimensión exclusivamente demagógica del asunto porque está habituada a ella desde el origen de la Transición. Cuyo espíritu se ha forjado con la perorata típica de la demagogia. Un fenómeno que no ha sido estudiado como debiera, pese a ser el eje central del funcionamiento del Estado de partidos y la causa generadora de la falsedad del discurso público en los medios de comunicación.

Hubo un momento decisivo en la historia de la cultura política donde la demagogia dejó de ser un recurso sentimental que suplía a la razón práctica en los argumentos justificativos de las acciones colectivas, para convertirse, gracias a la propaganda intensiva del pensamiento dirigido, en sistema de razonamiento social y de gobierno.

Ese momento se produjo en España cuando, por temor a la libertad constituyente, se tuvo que sustituir el Estado de partido único por el de varios. Desde entonces rigen las leyes sociales de la demagogia, en lugar de las leyes formales de la democracia. Y de aquí viene no sólo la separación entre los fundamentos teóricos de las instituciones y la realidad no democrática de las mismas, sino la unión con la idea de progreso de falsas causas de la izquierda convencional (antiamericanismo, anticlericalismo, antijudaísmo).

La apelación a sentimientos igualitarios o complacientes de las masas, en ámbitos de acción donde no debe regir por principio la norma de la igualdad ni el criterio del placer, nació con la retórica forense para fundar la justicia pasional y se extendió al discurso de los demagogos en el ágora.

Pero aquella demagogia patética cambió por completo su naturaleza vecindaria, y devino estructura constituyente del discurso público, cuando los Estados totalitarios utilizaron los medios de comunicación para fundar la propaganda del poder en el halago de los sentimientos que engrandecían la potencia de las masas en una sociedad cerrada y monolítica.

El Estado de partidos, para suplir la falta de democracia formal, ha tenido que simular la existencia de democracia social acomodando la demagogia a una sociedad dividida en colectivos de sentimientos particularistas (nacionalismo, feminismo, homosexualidad, parados, inmigrantes, menores, etcétera) que nadie pueda desafiar con la razón sin peligro de ser marginado del ámbito cultural. La demagogia triunfante impide la crítica racional de lo que acontece en el submundo de esos colectivos y sostiene el discurso del Estado y del sistema de gobierno.

LA RAZÓN. JUEVES 6 DE JUNIO DE 2002

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