Claro
Oscuro
Las carcajadas de un Rey se repiten en la sociedad como ecos de un trueno en los valles de la montaña. Y no por adulación, como cuando los cortesanos le ríen sus gracias en privado, sino por contagio de lo risible que prorrumpe en su risada. La risa, no la dulce o la irónica sonrisa, es la pasión de sociedad de mayor carácter conminatorio. La risotada en público de un Rey extiende la onda de hilaridad a todo el grupo social bajo su manto. Nadie, salvo ingleses y aristócratas arruinados, sabe reír a carcajadas tan bien como los reyes. Que las hacen estallar, como un rayo en cielo sereno, sin que nada antes lo presagie. Los caquinos de los reyes cesan tan repentinamente como comenzaron. Sin compañía ni secuelas de movimientos corporales que los alejen de la inmediata vuelta a su habitual expresión de indiferencia. Un Rey suelta la carcajada, sin intentar tragársela, para que la hilaridad no le desternille de risa, descoyuntándolo como a Clinton o Yeltsin, y no le mueve convulsivamente los hombros, como a presidente de Comunidad Autónoma, sin hacerle reír a vientre desabotonado como a Falstaff. Si el motivo de la hilaridad está ya difundido, la carcajada pública del Rey toma la breve solemnidad y el sentido de impaciencia del acto oficial que declara abiertas las fiestas del Santo local. Ya no hay cortapisas a la despiadada jocosidad.
La risa a carcajadas de los poderosos comporta algo reprimido en el inconsciente, que no sólo inquieta por su misterio, sino que incluso puede dar miedo. No manifiesta un estado de sana alegría o de generosidad, pero sí el estallido vital de la superioridad que otorga siempre la impiedad. Por eso se permiten dar rienda suelta a sus carcajadas, los jóvenes que ríen como benditos, sin conciencia de su crueldad juvenil, y los adultos afectados por esa descosida frivolidad que pone en fuga cualquier conato de seriedad responsable. El entusiasmo de la risa ocurre, al decir de Hobbes, «a los que teniendo conciencia de lo exiguo de su propia capacidad, y para favorecerse, observan las imperfecciones de los demás». Cuando un hombre de verdad grande, aunque nada le pase desapercibido, sólo concentra su mirada en las perfecciones de los grandes.
La risa del poder es la más contagiosa. Ninguna como ella expresa mejor la condición común del motivo de la risotada. Lo risible sólo se manifiesta ante una compañía de la misma parroquia. Por eso el humor de los chistes es difícil de traducir a otro idioma, y las películas cómicas extranjeras se emiten con ruido de risas como música de fondo. Pues nadie se ríe «en serio» a solas. Como tampoco se come solo en un restaurante de lujo, ni se habla sin parar con uno mismo, ni se juega a la ruleta o al bacarrá sin integrarse en un grupo. La transición ha dado un triunfo sin precedentes a la risa del chiste, organizándola en espectáculos administrados desde el poder para las masas.
La risa siempre atrajo la atención de los filósofos. Se tomaron en serio que el hombre sea el único animal que sabe reír. Lo que les hizo pensar que la risa sería la reacción de la inteligencia que percibe la desproporción inhabitual en situaciones equívocas. A diferencia de la sonrisa, la risotada presupone algún estado de insensibilidad, aunque sea pasajero, frente a relaciones impropias o inesperadas que la desproporción o desarmonía hacen risibles. La indiferencia es su medio natural y la compasión, su enemigo declarado. Pero de ahí no se deriva, sin más, que la risa sea una reacción de la inteligencia pura. Pues el hombre, más que saber reír, es el único animal que hace reír y es risible. Y la inteligencia nunca está desnuda de pasiones, aunque sea de las propias. Si no las tuviera nos haría a todos simples espectadores de la vida que tornaríamos sin remisión todos los dramas, incluso el de la propia humanidad, en divertidas comedias.
LA RAZÓN. LUNES 29 DE MAYO DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano