Claro

Oscuro

A Pablo Sebastián.

Podemos vislumbrar la realidad por los desgarrones que hacen algunos periodistas de talento y valor en el tapiz de propaganda que cubre los acontecimientos. Pero, al mantener intacto el telar que lo fabrica, se condenan a la pena de Sísifo. Suben la roca de lo real hacia la cumbre clara para que se despeñe sin remedio, antes de alcanzarla, en el valle de la oscuridad. Su material de trabajo, la noticia, no es un hecho verdadero que atraviesa la mente del informador sin romperse ni mancharse. El acontecimiento real no se puede captar a distancia. Tiene que reconstruirse, a sabiendas de que las piezas perdidas han de ser suplidas con la intuición. Y no todos los periodistas la tienen. Incluso con honestidad, para que algo sea noticiable ha de estar roto de su contexto. Para que sea noticia, ha de estar manchado del color del medio que lo difunde.

Es poco de fiar, aunque deba seguirse, el tópico profesional de separar la noticia de la opinión. La noticia es, como la ley, una opinión concentrada y coactiva. Es el secreto del poder cultural de la televisión. Pero su obsesión de cautivar cantidades le impide tener criterio para conquistar calidades. Y lo toma de quien lo tiene. Es el secreto del poder ideológico de la prensa escrita. Sus opiniones alcanzan, a través de las ondas, el valor legal de la noticia. La concentración de los medios de comunicación, en unas pocas manos de editores-banqueros y de banqueros-editores, ha sido fruto de las afinidades electivas entre esas dos plataformas de poder social, que se complementan para coproducir la opinión pública. La prensa crea la ideología política. La radio y la televisión la difunden como cultura popular. Ante la prensa, reacciona la inteligencia. Ante la pantalla y la radio, como ante el poder político, solamente el sentimiento. Este es el secreto de la apasionada intimidad entre gobierno y televisión.

Pero la hegemonía del sentimiento de poder sobre la razón informativa, como todo lo ingenuo, carece de bases sólidas donde sustentarse. Si no fuera por la razón económica en que se apoya, bastaría la honestidad profesional para sanear esas esferas contaminadas por el poder del éxito y el éxito del poder. Y es en este inevitable roce del sentimiento político con el cálculo económico donde nace la confusión periodística como producto de una necesidad social. La de difuminar, ante la opinión, el comercio del poder financiero con los creadores intelectuales y propagadores sentimentales de las ideas sobre el poder político. Los editores han ocupado así el lugar antes reservado a la Universidad. La radio y televisión, el de la Iglesia. Los banqueros, el del Estado. Los que procuran el poder tienen que mentir mucho para engañar muy poco. Las ideas confusas no mienten a nadie, pero engañan a casi todos. Por eso gustan tanto a los poderosos. En especial, a sus patrocinadores. Los políticos y la televisión las concentran y propagan en una sola dirección. Eso les da el aire de coherencia que tiene el parloteo del vendedor a domicilio. Organiza la confusión de la imagen, pero no la del producto ajeno que vende. El producto cultural que arrastra las voluntades hacia el credo de la utilidad social del sometimiento, no está en las mentiras de las personas con poder político o económico. Son las ideas de sus intelectuales, que los medios de comunicación social organizan como ideología de la moderación, las que conservan los extremismos oficiales del poder.

La producción editorial inspira y organiza la moderación intelectual para sostener las formas más extremas de gobierno. Sin pasiones ni conductas exageradas que moderar, la ideología de la moderación se funda en el horror de lo bien establecido ante la potencia crítica del pensamiento. Pide moderación al pensamiento libre. Es, decir, no pensar. Aquí no hay diferencia entre el argumento editorial que ayer sostuvo la dictadura y el que hoy sostiene la oligarquía de partidos. El extremismo de las conductas minoritarias, incluido el del terror, no es un problema. La ideología de la moderación lo necesita como contraste. Tampoco lo es la libertad de expresión, si el consenso coarta la libertad de pensamiento. Lo que no podían soportar los editorialistas de la dictadura, y no toleran los, del mismo modo moderados, editores de la oligarquía actual, es la idea moderada de la política pensada sin moderacion. Aunque se exprese con ella. Es decir, toda idea moderadamente democrática. O sea, la democracia.

EL MUNDO 12/07/1993


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