Claro

Oscuro

En el Critón platónico Sócrates rechaza la petición de su discípulo homónimo de huir de su condena a muerte en Atenas. Invocadas las Leyes, convertidas en Ideas y personificadas, éstas señalan su inseparable unión a la polis, teniendo pues a Sócrates como “hijo y esclavo” de ellas (ékgonos kai dúlos). Huir, en consecuencia, de la ciudad sería un intento de destruir la propia patria.

Esta confusión máxima entre Estado, Nación y Derecho le sirve a Sócrates para justificar su servidumbre voluntaria ante las leyes, que en su boca le amenazan también con el castigo de sus Hermanas del Hades, si las incumple.

El Derecho no nace, empero, de ninguna inspiración divina, sino como instrumento para resolver conflictos concretos; es más no hay noción de justicia, si no existen primero las leyes. Su sacralización está en la base del perverso concepto de “obediencia debida”, encarnado en la figura del Eichmann condenado en La banalidad del mal de Arendt. Es lícito, pues, para el ciudadano rebelarse de manera pacífica contra las leyes y sentencias injustas, tanto más cuanto no procedan ni de un poder legislativo ni de un poder judicial independiente, sino sometidos al poder ejecutivo totalizador neofascista de los partidos estatalistas como en la partidocracia española actual, que ha reproducido bicefálicamente (y ahora tetracefálicamente) el modelo del partido único del Fascio, con el sistema de integración de las masas en el estado a través del sistema electoral proporcional.

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