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Al poner un Preámbulo al texto constitucional, la Convención que redactó el proyecto de Constitución de la UE ha dado un paso equivocado. Lo mejor que pueden hacer los Gobiernos es suprimirlo por completo. No porque su contenido declarativo sea polémico, incompleto y erróneo, como efectivamente lo es desde cualquier posición cultural que se lo examine, sino porque además de innecesario, es contraproducente. Crea un problema donde no lo hay.

Las Constituciones no necesitan estar precedidas de declaraciones de principios ideológicos, históricos, científicos o culturales que, por su propia naturaleza, están excluidos del ámbito de las determinaciones normativas emanables de una libertad constituyente. Civilización greco-romana, costumbres germánico-eslavas, religión católica, feudalismo, Estados de los Príncipes, cristianismo, colonización de otros mundos, Naciones de los pueblos, filosofía, ciencia, arte, técnica, mercado, comunicaciones, guerras, revoluciones, restauraciones, libertades, represiones, miedos colectivos e ilusiones sociales son elementos que, en mayor o menor medida, han formado o conformado el actual espíritu europeo. Una síntesis histórica que ni siquiera la libertad constituyente, no digamos este ridículo Preámbulo, puede definir o alterar.

Ante tal evidencia, que ninguna persona culta puede desconocer, no se comprende por qué los redactores de textos constitucionales continúan creyéndose obligados a presidirlos con declaraciones de principios universales o exposiciones de motivos solemnes, sin valor preceptivo y sin utilidad para la aplicación de las normas constitucionales. La única explicación posible está en la imitación servil de dos antecedentes históricos. Una imitación basada en la ignorancia de las razones singulares que justificaron la inclusión de la Declaración de Independencia en la segunda Constitución de los EE UU y la de los Derechos del hombre en la primera Constitución francesa.

La Constitución de los 13 Estados confederados, la parlamentaria de 1777, y la Constitución de los EE UU, la federal-presidencialista de 1787, no incluyeron declaración alguna de principios universales. El pueblo aprobó el desnudo texto normativo que se sometió a votación. Pero una vez ratificado, los padres de la patria quisieron honrarlo y legitimarlo, en el acto de su publicación, con la inclusión previa de la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776, la bandera de los derechos naturales que enroló a los colonos en la guerra victoriosa contra Gran Bretaña.

En el caso francés, antes de entrar en el debate de los preceptos constitucionales, La Fayette propuso a la Asamblea una declaración de los derechos naturales del individuo semejante a la americana. Su proyecto fue rechazado en virtud de la distinta causa y la diferente finalidad de las dos revoluciones. Malouet vio allí una sociedad de iguales que podía tomar al hombre en el seno de la naturaleza para declarar la igualdad de derechos, y aquí, una sociedad de desiguales que debía marcar los justos límites de la libertad natural. Para eludir la circunstancia histórica, Sieyès propuso unas premisas generales de las que se deducirían lógicamente los preceptos particulares de la Constitución. Ese modo metafísico de extraer de la razón abstracta la concreta ordenación de una Monarquía constitucional, tuvo que suspenderse el 26 de agosto ante la urgencia de organizar los poderes del Estado. Pero las máximas aprobadas hasta entonces se incorporaron a la Constitución como Declaración (incompleta) de derechos del hombre.

La Constitución de la UE no trae su causa de acontecimiento alguno que le haya dado una independencia que honorar, y es irrisorio pensar que sus preceptos sean consecuencias lógicas de unos principios universales de orden moral. Nada justifica, salvo la ignorancia, que el texto normativo esté precedido de un pedante Preámbulo, declarativo de no se sabe qué.

LA RAZÓN. JUEVES 26 DE JUNIO DE 2003

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