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Esta escalada de inmoralidad política (véase el artículo anterior) en el modo de practicar la acción de gobierno fraguó el resentimiento social que condujo a la huelga general más importante que haya tenido lugar nunca en país europeo.

Comparada con la inmoralidad sustancial de convertir en ética de partido, en hábito de poder, en factor de gobierno la falta de moralidad natural, la corrupción económica de los gobernantes es un epifenómeno accidental menos grave para la colectividad, por ser menos dañino. El vicepresidente ha respondido a esta “sutileza”, planteada por el PP, como cualquier presumido ignorante que forzado a concretar la cuestión de que se trate no puede hacer otra cosa que aspavientos y exclamaciones. Sí, señor vicepresidente. Sería mucho menos grave que estuviera frente a una acusación de enriquecimiento ilícito, incluso de miles de millones, que ante la falta política por la que se le exige dimitir. La gravedad es directamente proporcional a la extensión del daño. La corrupción económica perjudica a un número reducido de personas. Lo que se ha revelado en el Parlamento, ante millones de telespectadores, es decir, el carácter consustancial de la inmoralidad a la mentalidad política de su Gobierno, daña inconmensurablemente a todos los españoles y a la personalidad internacional de España.

Ya no se trata de su conocimiento o ignorancia del tráfico de influencias realizado por su asistente, dilema más que suficiente para demandar su dimisión o destitución fulminante. De lo que se trata ahora es de algo muchísimo más grave. A partir de sus propias declaraciones, y las del Presidente que las avaló, los gobernados y la opinión pública internacional saben que su Gobierno considera políticamente honorable mentir al Parlamento, rechazando evidencias que nadie en su sano juicio moral se atrevería a negar.

Los españoles saben ya que están siendo gobernados por personas que, probablemente a causa del sectarismo de grupo, no son conscientes de su carencia de moralidad instintiva, de su falta de ética racional, de su embotamiento espiritual. Con el argumento de que tienen más votos que nadie, se creen autorizadas a utilizar como factor de gobierno una especie degenerada de moralidad posracional que ni siquiera alcanza, a causa de su infantil rusticidad, la categoría de cínica.

La barbarie moral del vicepresidente ha llegado al extremo de pedir para sí mismo la comprensión que él tiene, ¡incluso con agradecimiento!, para los partidos que pidieron su dimisión, puesto que “es legítimo que cada grupo político tenga su ética”. No, señor vicepresidente. El pluralismo moral no es lícito.

El vicepresidente confunde el pluralismo de las fuentes generadoras de la moral con la anarquía de la normativa ética, la diversidad de teorías explicativas con la unicidad necesaria de la práctica moral. Esta confusión representa un verdadero peligro público. Tanto mayor cuantos más sean los electores que voten a esta singular pareja de sevillanos que subordina el mandato y las responsabilidades públicas de gobierno a la solidaridad privada inherente a todo espíritu sectario de clan. Los criterios cuantitativos de mayorías o minorías son, por definición, inaplicables a los comportamientos exigidos por la honestidad instintiva.

Cuando falta esta rectitud, para los individuos genética o culturalmente insensibles a los dictados de la moral natural, las costumbres y las tradiciones de todos los pueblos, de todas las clases sociales, de todos los regímenes políticos, han inventado normas de urbanidad que coaccionan desde fuera a la conciencia bárbara para que, al menos por decoro, se comporte como civilizada. A este tipo de exigencia social responde la ética política. Nadie pretende que los políticos sean santos o simplemente buenas personas, aunque esto último sería deseable. Pero nadie puede admitir que sean indecorosos.

La falta de educación moral de un Gobierno es una cuestión política de primera envergadura. Puede parecer, sobre todo a las nuevas generaciones, que las normas de urbanidad carecen en el fondo de significado moral. Puras fórmulas de hipocresía. Pero a poco que se reflexione descubrimos en esas cortesías la síntesis codificada de anteriores pasiones morales que inventaron, contra la hostilidad de la naturaleza y de los genes egoístas, la galantería, la amistad y el honor sobre los que la especie ha sobrevivido en forma de civilización.

La verdadera moralidad está en los instintos. Pero esa sensibilidad animal necesita sistematizarse y reforzarse con una educación ética que, pese a la inercia y pérdida de sentido inteligente de bastantes de sus prescripciones tradicionales, representa en definitiva el juicio histórico del progreso moral.

Se puede afirmar, por esta razón histórica, que la falta de honorabilidad en los gobernantes denota, mucho más que la inculta brutalidad de las personas, el carácter reaccionario del poder que ejercen sin una ética de partido que sirva de modelo social, es decir, sin un propósito civilizador.

Febrero de 1990

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