Claro

Oscuro

Para los europeos de hoy, a diferencia de los que vivieron en las épocas de capa y espada, es muy difícil de comprender la libertad para dotarse de armas adecuadas a la defensa personal. La salvaje matanza de escolares por dos adolescentes, colegiales del mismo centro educativo, ha reavivado en los EE.UU el debate sobre la enmienda constitucional que prohíbe a los gobiernos desarmar a los ciudadanos. En la discusión entre partidarios y adversarios de la libertad de armarse, parecida a la que suscita la libertad de comercio de las drogas, participan los mejores escritores del momento norteamericano. Los periódicos europeos dan la impresión de que los defensores del libre comercio de pistolas y fusiles, personalizados en el actor Charlton Heston, representan la mitad reaccionaria (fascista-racista) de aquella sociedad. Este error está producido por la inveterada manía de juzgar las costumbres de otra cultura con los valores de la propia. Manía que trató de eliminar la «nueva etnografía» con la distinción entre la visión menos conscientes e ideales de los actores (emic), y la ansiedad del observador por dar explicaciones «realmente» causales (etic).

El debate americano presta atención exclusiva a la comparación estadística entre las intenciones defensivas de los portadores de armas y el número de crímenes cometidos o grado de seguridad alcanzado. Este enfoque utilitario no basta para comprender las causas políticas de la enmienda constitucional que consagra el derecho de los ciudadanos a estar armados. Nuestra incomprensión de este derecho nos hace parecer pintoresco que allí llegue a explicarse hasta por la imagen de nobleza del actor John Wayne Ha sido un catedrático de griego quien ha tenido que recordamos, en esta inimitable página, la razón democrática del «derecho de los americanos a portar armas». La esbelta columna de Martín Miguel Rubio, «¡Arriba las armas!» (LA RAZÓN, 8 de mayo), culpa a la estadolatría de haber hecho del ciudadano europeo la única especie de animal inerme. Es cierto. Pero la defensa universal de la libertad de armarse, teorizada por Maquiavelo como factor de independencia personal, puede inducir al error de extrapolar la necesidad de una libertad, cuya justificación democrática llegó a la Constitución de EE.UU, antes de que se inventaran las armas de repetición automática, por la influencia que tuvo la utopía «Oceana» -de Harrington, el filósofo de la República de Cromwell- en las creencias políticas de los padres de la patria.

Una cosa es el carácter democrático del derecho constitucional de los norteamericanos a tener armas de defensa personal, y la causa republicana de tal derecho, y otra cosa bien distinta la pretensión de que ese privilegio tradicional alcance la dimensión universal de los derechos humanos. La tecnología de las armas modernas no permite ya distinguir las meramente defensivas de las ofensivas. Y bajo el aspecto moral de su uso contra un semejante, a medida que aumenta el alcance, la rapidez y la eficacia de los disparos, disminuye la necesidad de valor personal y de capacidad de discernimiento en el usuario, para apreciar si está de verdad en situación de legítima y proporcionada defensa. Pero es absurdo pensar que la prohibición del libre comercio de armas disminuiría el número de asesinos. Este debate no tiene interés para nosotros porque lo que aquí más necesitamos, más que la libertad ciudadana de armarse, es desarmar a los cuerpos de seguridad de máquinas automáticas de matar a larga distancia. Es virtualmente criminal que la policía tenga armas capaces de alcanzar a vehículos que huyen de ella. Europa necesita lo que, precisamente, no tiene: espíritu y control democrático en la definición, formación, dirección, dotación y funcionamiento de los cuerpos de seguridad.

LA RAZÓN. LUNES 31 DE MAYO DE 1999


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