Claro
Oscuro
Mucho más extendida que la pasión de mandar sobre sus semejantes, que afecta en realidad a un porcentaje pequeño de la población adulta, la pasión de obedecer a otros, sin más razón para ello que la de encontrarse en «situación involuntaria de obediencia», constituye un misterio de la libertad humana. Los avances en la investigación científica permiten suponer que el misterio será pronto desvelado por la neurobiología y la genética. Llevamos dos mil quinientos años sin querer admitir un hecho contrastado por la experiencia de cada generación y por la triste historia de la libertad: que la naturaleza humana aún sigue siendo, a causa del corto tiempo transcurrido en su evolución biológica, más servil y gregaria que libre. El problema de La Boetie, la servidumbre voluntaria, no tiene explicación moral. La redención de Sócrates (y la de Cristo) explota el éxito de la violencia contra sí mismo para salvar y dignificar ante el mundo la mentalidad de esclavo. No hay gloria que no sea glorificación de la obediencia. Ni hay fórmula política europea que no esté hecha de disparates morales y ficciones infantiles para decorar la obediencia a corrompidos oligarcas, vesánicos tiranos o acomplejados dictadores.
La relación de mando y obediencia no crea problemas morales allí donde, por ser de constitución voluntaria, no entra en conflicto con la libertad. Es decir, cuando la inteligencia y la honradez del mando no son motivos de la obediencia, como en la empresa mercantil, ejército de voluntarios, órdenes religiosas y partidos políticos. La obligación de obedecer sólo se cuestiona cuando el hecho dado de estar sometido se impone de forma ineludible, como sucede con la autoridad familiar, docente y política. La antigua democracia resolvió el problema de la obediencia política dando la exclusiva de mandar a la ciudad reunida en asamblea. Desde que la dimensión espacial y demográfica del Estado hizo impracticable esta solución, y salvo el período de las primeras presidencias de EE.UU (en una sociedad esclavista), ningún sistema se ha regido por una democracia representativa, donde el elector sea de verdad mandante del elegido. Los puestos de mando que piden las modernas sociedades no pueden cubrirse con la escasa oferta genética de personas idóneas para ello. El defecto de genes altruistas se suple con la fabricación social de mandamases, mediante educación competitiva, privilegio de los cargos públicos, moral del éxito y supremacía del representante en la representación política.
Del mismo modo que en la genética de las poblaciones se conoce una ley Hamilton sobre el equilibrio de los sexos, las ciencias neurológicas y hormonales darán, probablemente, una explicación química a la teoría de Pareto sobre la circulación de las elites y al problema de la servidumbre voluntaria. Donde el poder social es sinónimo de seguridad personal, la pasión de obedecer deriva de una de las emociones básicas de los depredadores: la de huir. Las últimas investigaciones corroboran la criticada hipótesis de Funkestein (1956) de que la adrenalina está ligada al miedo y la noradrenalina a la irritación. Pero la huida sólo es aplazamiento de la entrada en juego de la pasión adaptativa por excelencia: la obediencia. El cortex prefrontal pone en marcha al árbitro de las convenciones sociales y de la memoria traumática (hipocampo) para que las glándulas suprarrenales, excitadas por la hipófisis, liberen la hormona de aceptación de la derrota. Desde la guerra civil, el pueblo español ha segregado tanto cortisol que, por una cuestión de riñones, ha perdido el autocontrol de la obediencia. El exceso de conformismo convierte la activa adaptación al medio, que es una pasión inteligente del animal territorial, en letal senescencia. La obediencia forzada (Dictadura) ha devenido, con el hábito, verdadera pasión de obedecer a quien sea (Monarquía).
LA RAZÓN. LUNES 24 DE ENERO DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano