Claro

Oscuro

Había necesitado seis meses para obtener la conformidad de la oposición a un programa de doce puntos, condicionada a dos hechos que no dependían de su voluntad. Don Juan debía asumir, como propios, los doce puntos, y su ejecución presuponía la muerte de Franco, con ocupación provisional de la Jefatura del Estado por Don Juan. Para los partidos, que no arriesgaban nada, se trataba de un legítimo oportunismo. Su apoyo a las declaraciones de Don Juan, lo situarían en la antesala del Estado, con una posición de legitimidad indiscutible ante los poderes fácticos nacionales y el factor internacional. Y de producirse esos eventos, los partidos se encontrarían al frente de un gobierno provisional, con un programa de acción constituyente de la forma de Estado y de Gobierno, que terminaría en la elección del primer gobierno constitucional. Aquel plan respondía a la cuestión «después de Franco, ¿qué?», como alternativa democrática a la respuesta dictatorial de Torcuato Fernández Miranda, «después de Franco, las Instituciones». Pero no contestaba a la cuestión decisiva del «ahora, ¿qué?».

Fracasado ese plan previsor, por la negativa de Don Juan en el último segundo, el problema para la libertad política consistía en saber transformar la prudente fórmula para el «después de Franco», en valiente fórmula de acción actual para el «ahora». A la dificultad teórica de encontrar unos principios para la democracia representativa, de los que se derivasen la unidad de la oposición, se unían las tres dificultades prácticas que tenían atenazados a los partidos en su impotencia ante la dictadura: sectarismo teórico, vanidad partidista y miedo personal. La cuestión de los principios, que debían imponer la unidad de acción, la tenía resuelta desde 1968. Pero el apego de los partidos al sistema parlamentario, que abrió las puertas al fascismo, me hizo ser precavido, y esperar al momento de la libertad constituyente para plantear directamente a la opinión pública el tema de la separación de poderes.

Por el momento, me bastaba con no salir de la ambigûedad en la consigna tópica de que el pueblo elegiría la forma de Estado y de Gobierno. Aplazada la definición de este asunto capital, a causa de la incultura política y desconocimiento de la historia que adornaban las mentes partidistas, el secreto para el éxito estaba en el método que debía seguir para vencer el escollo de la integración del PCE, y superar, junto a las vanidades de grupo, el pavor a la acción que paralizaba a los partidos burgueses y los intelectuales. El método lo encontré en la experiencia vivida para obtener la conformidad de los partidos a las declaraciones de Don Juan. Pero ahora se trataba de algo distinto, y muchísimo más peligroso. Organizar la oposición a la dictadura, creando en la clandestinidad un sólo organismo político de acción unitaria. Tarea que me propuse culminar antes de las vacaciones de agosto del 74. Pues tuve información fidedigna a mi regreso de Lisboa sobre la precariedad de la salud de Franco. Me concedí un mes y una semana para configurar la alternativa democrática, antes de que muriese el dictador. Y conocía los intentos de P. Castellanos y José María Gil Robles para llegar a un acuerdo del PSOE y la Democracia Cristiana, basado en la exclusión del PCE y la petición de elecciones generales, por el sistema de listas de partido, a la muerte del dictador. Aunque Gil Robles se resistía a admitir como socios a los reformistas desde dentro (Álvarez de Miranda, Landelino Lavilla, Marcelino Oreja) y a incluir en el programa inmediato el derecho a la autodeterminación de Cataluña y País Vasco, como querían imperativamente los partidos nacionalistas de la democracia cristiana.

LA RAZÓN. JUEVES 10 DE AGOSTO DE 2000


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