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Los editores de televisión vinculan su éxito comercial a un prejuicio sobre el gusto. Creen que la masa de espectadores prefiere ser distraída con asuntos y estilos afines a los niveles más bajos de instrucción y de sensibilidad popular. Este criterio invierte, pervirtiéndolo, el sentido de la cultura. En lugar de elevar la calidad del placer en las personas incultas, acostumbra a las instruidas a divertirse como patanes. La eficacia de esta educación estética al revés es irresistible. Lo que no se logró en siglos de esfuerzo para nivelar la sociedad en un tipo medio de cultura, centrado en la ciencia y la belleza, lo ha conseguido una breve transición a la cultura igualitaria de la superstición medieval y la chabacanería.

Era de esperar. Lo natural, en una vida sin ideales, es la fealdad. El humano carece de esa graciosa naturalidad con la que otros animales expresan su instinto. Y no debe extrañar la atención que personas de gusto acaban prestando a la grosería. El buen gusto no es congénito. Ni estable. Todo lo que depende de una constante voluntad de elección de lo bueno, como la moral, la política o el placer, propende por naturaleza a degradarse. Una especie de entropía estética rebaja el gusto, hasta aficionarse a lo repugnante, si no está sostenido por una inteligente combinación de renuncias y afinidades selectivas. Lo insólito de nuestra liberalidad cultural es el derecho de ciudadanía que la ignorancia y el mal gusto han conquistado para ocupar el espacio público. No se puede negar el derecho de los individuos a permanecer, si les place, en la animalidad. Ni el del artista privado a cultivarla, si le emociona.

Pero el arte público que no podemos rehusar, el del urbanismo en la calle y el de la televisión en casa, necesita justificarse con razones. El artista público ha de identificarse con otros gustos afines al de su talento. Así aparece el criterio del gusto como algo, sujeto a la disciplina de la razón estética y, por tanto, a la educación. El interés de la cultura medieval por lo paranormal y lo mostruoso tuvo que recluirse en recintos feriados, para exhibirse como curiosidad en un mundo civilizado por la ciencia, la técnica y el arte. El público sabía a lo que iba a la feria. Hoy no sabe a qué vienen todos los días a su casa, si no es para expulsar de ella a la razón, aquellos monstruos de la comicidad paleta y de la mitomanía medieval, que el arte del Renacimiento desplazó del escenario público. La televisión recupera ahora el secreto «obscenario» de las sensaciones medievales, con brujas y curanderos poseídos por difuntos, con visionarios de vírgenes y extraterrestres, con resucitados del más allá o hipnotizados del más acá, que cuentan sus experiencias de ánimas sin cuerpo.

Impresionado ante el empuje avasallador de lo irracional y lo grotesco en el mercado de los valores culturales -distinto del que sumió en las tinieblas a los pueblos europeos tras la caída del Imperio Romano, porque la ciencia y el arte perviven enquistados en la cultura tecnológica-, el Gobierno francés acaba de dar al problema la solución que los monjes de Cluny dieron al de la disolución de la razón en la Edad Media. Refugiar la vida de los restos de la razón y del gusto en una televisión monacal, apartada del mundanal ruido de mercado. Tan espiritual decisión, contraria a la adoptada por la 2 en España para elevar su valor comercial antes de privatizarla, tiene sin embargo un carácter regresivo. No por su aspecto elitista, presente en otros espacios acotados de las cadenas comerciales, sino por la separación que consagra entre dos tipos de placer cultural. Uno digno, para la afición privada. Otro indigno, para la necesidad pública. Este salomonismo escinde la socialidad de la cultura, en beneficio del oligopolio de los medios de comunicación, que inspira la medida, para librarse del temor a una reglamentación de la calidad de sus programas, tal como se hizo con los productos alimenticios y las industrias contaminantes. La polución de los elementos no es menos suicida para la vida animal, que la del medio televisivo para la vida cultural. Porque la necesidad de vivir es igual a la de vivir una vida buena.

EL MUNDO 22/09/1993


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