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La gravedad de la crisis está creando, como subproducto espiritual, una notable divergencia vital entre los hombres de negocios y los intelectuales. Los primeros, concentrados en los modos de obtener liquidez a corto plazo, liquidan su pasado para estar disponibles ante el futuro. Saben que no será insistiendo en las causas del triunfo de ayer como les llegará el éxito en un incierto y distinto mañana. Prefieren estar preparados antes que comprometidos. Los intelectuales, en cambio, ven el futuro con los ojos puestos en la nuca de su pasado inmediato. A quien deben su «a posteriori» concepción antifascista o anticomunista del mundo. Las novedades políticas sólo son, así, meros síntomas de una restauración que invitaría a recomenzar el mismo combate. Comprometidos en cuerpo y alma con un mundo intelectual acabado, no están disponibles para el que empieza. Una forma inconsciente de liquidar el futuro.

La lectura de los resultados electorales en Italia y Rusia está dictada por esa necesidad instintiva de que el fascismo y el comunismo renazcan. Peligro que volvería a dar sentido a su periclitado universo. Lo que importa subrayar ahora no es la evidente falta de ese peligro, sino la propensión de los intelectuales a inventarlo a las primeras de cambio. La historia no viene como anillo al dedo de la conveniencia mental. La prensa extrae sus titulares del archivo emocional de la memoria histórica. Este modo de producir ideas para el consumo no provoca una gran distorsión de la realidad, cuando el futuro se imagina como un despliegue de lo que sucedió y de lo que está ocurriendo. Pero en tiempos de crisis radical como los actuales, definidos por la incertidumbre de los procesos históricos, los informativos de la primera son casi siempre ideológicos, o sea, parcialmente falsos. Titular a toda plana: «El fascismo triunfa en las elecciones rusas» -porque el oficialismo ruso considere fascista el «nacionalimperialismo» del demagogo Zhirinovski- no es fruto del error ni de la exageración. Sino de un propósito de asustar a la opinión pública mundial, para incrementar el apoyo occidental a Yeltsin y recordarnos que la única alternativa a la «democracia de partidos» sigue siendo, como en la República de Weimar, el nazismo.

Los éxitos populares del Movimiento Social Italiano y del Partido Liberal Democrático de Rusia deben no obstante preocupamos por lo que tienen realmente de común. Que no es neofascismo corporativo mediterráneo, ni neonazismo racial germánico. Sino dos versiones del sentido reaccionario que toma el voto popular, cuando a la frustración social de las masas se añade la impotencia política del sistema.

Se ha escrito mucho sobre las causas culturales y económicas del fascismo y del nazismo. Pero apenas nada sobre la debilidad del régimen de partidos que les facilitó el camino. Un régimen que se presentó, en plena derrota económica, como la única forma posible de la democracia. Después de aquella amarga experiencia, debería bastar un mínimo de inteligencia social para no confiar las libertades al porvenir de un régimen político basado, otra vez, en la oligarquía de partidos. Tipo de poder que se disolvió, con extrema facilidad, cuando no estaba instalado en el Estado. Y que tan fácilmente se desintegra ahora, desde el Estado, con la corrupción (Italia) o la frustración de las masas en paro (Rusia). Un régimen que, en España, ya está cavando su propia tumba con la pala partidista de la corrupción y la piqueta neoliberal de la «deconstrucción» del Estado de bienestar. Pero sin temor al fascismo o al comunismo, y a diferencia de lo que ocurrió al final biológico de la dictadura, esta vez, cuando la sociedad civil se tope con la quiebra de esta sociedad política oligárquica, no se podrá eludir la realización de la alternativa democrática al Estado de partidos que fue ideado como un bárbaro expediente posbélico de la guerra fría, carente hoy de sentido.

EL MUNDO 20/12/1993


Blog de Antonio García-Trevijano

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