Claro

Oscuro

La causa de mi acción política durante la dictadura no la animó la ambición de poder ni el deseo de fama. Mis propósitos eran más originales que las motivaciones comunes de vanaglorias. Cuando tantas familias y tantos intereses culturales eran machacados por el Estado de la Victoria, pensar en mi promoción personal habría sido, de haberlo podido imaginar, algo desplazado y despreciable. Sabía que la ambición de poder era el sostén indispensable de las vocaciones políticas. No desprecié a los que la subordinaban a una causa más alta que la de ser jefes de partido o de gobierno. Las meras ambiciones de partido nunca me parecieron mejores que las de bandas de barrio o pandillas de colegio. Los partidos son idóneos para la acción, no para el pensamiento. Pensar en plural es imposible. No deja de ser repetición de consignas. Pero en mis circunstancias particulares entraron en juego, para mi fortuna, otros resortes psicológicos y culturales que lograron dar a mis convicciones y decisiones la firmeza y constancia que no suelen acompañar a las puras ambiciones de poder o fama.

La idea y la acción de fundar la Junta Democrática habrían sido inconcebibles para otra persona que no hubiera pensado por su cuenta en las causas del triunfo del fascismo y del fracaso de los intentos de unir a toda la oposición. Yo estaba preparado y listo para esa acción porque, desde que percibí, en 1956, signos de fractura en el bloque fraguado con el cemento del deseo de tranquilidad que sostenía la dictadura con más contundencia que la policía (disturbios estudiantiles, huelgas significativas, nueva estrategia del PCE con su lema religioso de «reconciliación nacional» y el hecho capital de la ascensión al Estado de los hombres del Opus Dei), cayó sobre mi entendimiento la venenosa creencia de que la dictadura podía ser derrotada en vida del dictador. Sin proponérmelo como plan voluntario, pero asumiendo todas sus consecuencias, recayó sobre mi conciencia el ineludible deber de dedicar mi vida a intentarlo a todo coste. Mis actos de sociedad, mis relaciones, mi carrera profesional de notario y abogado, mis estudios de los genios del pensamiento y de la acción, todo lo que hacía, pensaba o imaginaba, salvo el amor, la familia y la amistad, lo orientaba a esa insoslayable meta. Una insaciable sed de conocimiento, una gran confianza en mí mismo y la alegría de mi temperamento vital impidieron que esa orgullosa pasión se convirtiera en una obsesión malsana.

El hecho es que una vez poseído por la idea de derrotar, más que al dictador, a la dictadura, se apoderó de mí, como de un mero instrumento, el ideal de la libertad política y la democracia formal. Supe desde entonces que ese ideal implicaba una verdadera revolución política en España, y que la necesidad de realizarlo me haría indefectiblemente su esclavo. Tenía 29 años y una sólida preparación en todas las materias que afectan al conocimiento de la política (historia, derecho, filosofía, economía, sociología, antropología y literatura). Había meditado durante muchos años sobre las causas institucionales que hicieron perecer, con tanta facilidad, a los sistemas parlamentarios del continente europeo. Por ese motivo, nunca he dejado de dar prioridad en la política a las cuestiones constitucionales. Era soltero y ateo respetuoso de la tradición religiosa en que había nacido. Con independencia económica, estaba decidido a concordar mi peripecia vital con la visión optimista que me daba la reflexión sobre el sentido de la vida y de la historia. Y se ofrecían tres caminos para emprender una acción coordinada contra la dictadura. El burgués, el obrero y el universitario. Recorrí los tres. Y en esa experiencia, tan original y variada, encontré las claves para crear, en el momento preciso, la Junta Democrática.

LA RAZÓN. Lunes 31 de julio de 2000


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