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La decencia requiere como presupuesto de su organización la permanente buena fe intelectual de sus agentes. La buena fe moral es inoperante para este menester si no la acompaña la comunicabilidad mental, pues las puertas de la mente solo se abren desde dentro, y los prejuicios las cierran tan pronto como ideas nuevas, o sentimientos ajenos, les presentan dudosas credenciales. Además de la probidad como código de conducta, la decencia necesita para organizarse el uso meridiano del idioma, a fin de que éste elimine, con precisión en sus expresiones, los recelos imaginarios en la relación entre egoísmos inteligentes a largo plazo, y las sospechas que levanta el enrevesado lenguaje del poder.

Si lo primero que el poder fraudulento necesita corromper, para encubrir su engaño, es el valor genuino de la palabra, la decencia debe acudir a la inteligencia común a fin de que ésta restaure la propiedad lingüística, desterrando eufemismos, frases hechas, giros esotéricos (¡preposición desde en lugar de con!) y símbolos de símbolos, que la Transición ha consagrado en el lenguaje de la clase política, medios de comunicación y centros de enseñanza. La inteligencia del sentido común solo se pondrá en marcha si la decencia le ordena no hablar ni escribir con la falsedad idiomática de los discursos del poder y de la fama.

El sentido común no necesita organizarse para ser operativo. Pero él solo no puede ordenar las situaciones complejas según el orden de jerarquía de los elementos en conflicto. Eso podía hacerlo en las sociedades agrícolas, acompasando criterios de trabajo y ocio, aprendizaje y producción, a los ritmos de la naturaleza y a la sabiduría de los ancianos. Y no en las sociedades tecnológicas, donde el conocimiento especializado sustituye a la sabiduría y la juventud de la inteligencia a la madurez de la experiencia.

Nada habría que oponer si las relaciones humanas también pudieran ser regladas por la inteligencia artificial de las tecnologías. Pero el sueño tecnocrático no podrá realizarse. Las pasiones no progresan, de lo primitivo a lo civilizado, a la par que las técnicas de dominio de la Naturaleza. Seguimos siendo hombres de Atapuerca sujetos a la ley del más fuerte, solo que sentados ante el ordenador de comunicación instantánea que hace universal los apetitos de liberación. La ingenuidad confía en que ella venga, como quieren creer los reformistas, con la renuncia de los mandamases a sus pasiones de dominación. Ha llegado, pues, la hora de que las nuevas inteligencias se organicen para dirigir la revolución cultural del sentido común y la decencia, mediante la conquista pacífica de la libertad y la orientación humanista del poder político de la sociedad civil en el Estado.

La expresión nuevas inteligencias puede extrañar y, sin embargo, está justificada. Nuevas, por no ser las consumidas en idiotizar la cultura de la Transición. Plurales, porque la inteligencia, mas que una facultad genérica, es un conjunto de funciones mentales que, envueltas de conocimientos, llevan a sus últimas consecuencias, éticas, racionales y estéticas los vislumbres de la intuición y del instinto, viendo relaciones y movimiento donde lo espontáneo o innato sólo percibe cosas y posiciones.

La inteligencia política, al tener que proyectar para el futuro nuevas combinaciones de elementos conocidos en el pasado, necesita el concurso de la inteligencia científica, la inteligencia de la historia y la inteligencia social. Y por tener que prevenir consecuencias y acontecimientos nuevos, fuera de inciertas prospectivas o cálculos de probabilidades, ha de estar acompañada de la inteligencia intuitiva.

El trabajo en equipo, de tipos tan distintos de lucidez analítica o sintética, interactiva la potencia creadora de la inteligencia política. Un recurso del que jamás podrán disponer los partidos estatales, cuyos jefes son cooptados por la habilidad que han tenido en ocultar, tras su mediocridad, la colosal dimensión de sus ambiciones personales. Y no son idiotas, pues saben hacer nacionalismos, mientras dialogan con el terror y las civilizaciones.

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