Claro
Oscuro
La Secesión del País Vasco está contemplada y admitida por los que defienden el derecho de autodeterminación. No para todas las Comunidades Autónomas, sino para las nacionalidades que la Constitución menciona, sin especificar cuáles son ni el criterio definidor de las que puedan ser. Sería normal que este privilegio lo reclamasen solamente los nacionalistas vascos que se opusieron al principio franquista de la igualdad en todas las Autonomías. Incluso se puede comprender que los nacionalistas catalanes y gallegos, siendo desleales a su compromiso inicial, incluyan en sus programas el derecho a la autodeterminación. Lo que no tiene nombre decente es la contradicción de los liberalísimos de la prensa: apologetas de la injusta igualdad autonómica y regalistas del injusto privilegio de secesión al País Vasco, con tal de que se use sin violencia. Se equivocaron antes, negando el derecho político a la diferencia autonómica de las comunidades culturales diferenciadas por su lengua. Se equivocan ahora, admitiendo por miedo a ETA, y egoísmo tranquilizador, el antipolítico derecho vasco a la secesión.
Nada importa que las declaraciones de partidos y magnates de la prensa en favor de un nuevo escenario, sin terrorismo, que permita reconocer el derecho de secesión, sean falsas y no tengan otro alcance que el de engañar al PNV. Los sujetos hoy expresivos de tamaño disparate dirán todo lo contrario si llega a darse tal escenario. Nada importa que su palabra valga menos que ladridos gratuitos de perros en la noche. Lo que importa es el resultado de la difusión de ideas tan desconsideradas para España, por parte de autoridades políticas y editoriales. Su efecto no puede ser otro que el de acentuar la indiferencia de la opinión ante un asunto que, por su gravedad, terminaría moviendo, llegado el caso, hasta las piedras con historia. Y esa indiferencia moral sería, precisamente, la que lo convertiría en «casus belli».
La indiferencia actual ante la posibilidad de secesión vasca no procede de una neutralidad estoica ni de una paralizante duda pirrónica ante ese derecho. Pues se trata de un estado anímico de índole existencial que emerge del miedo imaginario a la guerra civil y de la serenidad que se templa en el aburrimiento profundo del consenso político. Esta original combinación de miedo irreal y aburrimiento real explica que la opinión se movilice contra el terrorismo y permanezca indiferente ante su causa.
Entre todas las clases de indiferencia, la existencial es la única que puede ser peligrosa para la sociedad que la padece. Como en los celos infundados, provoca el riesgo que teme. Se cree que las guerras civiles son anunciadas por las pasiones enconadas que las preceden. Pero no siempre han sucedido así. Cuando la indiferencia ante un problema fundamental para la comunidad ¬y el sentimiento de la integridad de la patria lo es¬ llega a ser un estado de egoísmo general, una manera consagrada de reducir la vida pública al propio interés, se convierte en una pasión catastrófica para el individuo y peligrosa para la humanidad.
La guerra de Secesión fue motivada por una de las causas más nobles que ha conocido la historia moderna. Y se llegó a ella por culpa de una doctrina que proclamó la indiferencia oficial de los Estados federados ante el problema de la esclavitud. Esa doctrina permitía que unos Estados la reconocieran y otros la condenaran. Lincoln encontró su grandeza no en haber ganado la justa guerra civil del Norte abolicionista contra el Sur secesionista, sino en haber denunciado desde tres años antes, como causa de guerra, la indiferencia. Pues ella induciría «a muchísimos hombres buenos entre nosotros a ir a una guerra abierta contra los principios fundamentales de la libertad civil y a insistir en que no hay ningún principio justo de acción, sino sólo egoísmo».
LA RAZÓN. JUEVES 10 DE ENERO DE 2002