Claro

Oscuro

La ignorancia del pasado permuta el odio que pudieron sentir entre sí los españoles de otros tiempos por el odio a las lecciones que ese pasado podría darnos. Para hacernos creer que esta Monarquía no deriva del franquismo, la transición clausuró a cal y canto las escuelas de historia y abrió de par en par la oficina de las identidades nacionales. Todo apátrida sueña con un carnet de identidad. Y la transición de los apátridas de la dictadura a los patriotas de la Monarquía de Franco los repartió a barullo. Cada región, como riqueza recién adquirida en busca de hidalguía familiar, tuvo que fantasear su historia particular y llenarla de pendones contra el de Castilla.

España, un barbecho histórico de barbarie y llanto que de repente se hizo de mal gusto recordar, conquista su novísima identidad con una carta constitucional otorgada por poderes sin pasado a ciudadanos huérfanos de memoria y familia. Y como en conciencia infantil sin pretérito, nace sin historia ni futuro la maravilla alemana del patriotismo constitucional.

Hasta la Rioja viene a esta Nueva España con el pan autonómico bajo el brazo de su nueva identidad.

Ya nada deriva de lo anterior. Ni las fortunas, ni los poderes, ni los credos, ni los amores, ni las amistades, ni la sabiduría de la vida, ni la literatura, ni la inteligencia, ni los sentimientos, ni la educación, ni la experiencia. Como si fueran creaciones ex nihilo, las naciones se hacen y construyen a voluntad. Y en aquel barbecho de parideras y cementerios para españoles que había sido España durante cinco siglos, florecen en una fría mañana de consenso monárquico dieciséis territorios oligárquicos y dieciséis ideas de la nación como proyectos de la voluntad de poder.

La perspectiva histórica deja de interesar cuando la experiencia del presente es completa como en niño feliz. Pues la mente no discrimina las fases antecedentes de una acción en la que compromete su vida con el entusiasmo de la ignorancia. La historia es su enemiga, en el mismo sentido en que los jueces lo son de los criminales. Y las nacionalidades se sublevan contra la prevaricación de los historiadores eruditos. Si no pueden suprimir la asignatura, la sustituyen con textos y clases de leyendas mitológicas. Mientras los antiguos profesores, acobardados y amenazados por las fantasías de los nuevos, cambian la objetividad en la narración de los hechos históricos por la neutralidad ante su valor como experiencia. En el mejor de los casos, consiguen estudiar y enseñar el pasado como un objeto muerto, como una ruina que aún humea en algún rescoldo paisano, en lugar de verlo vivo y exigente como autoridad cultural y como lección de la vida.

En el entendimiento de nuestros padres, la vida nacional del mundo estaba determinada por la historia. Los actores cambiaban. Sus obras permanecían. Los sistemas políticos se sucedían. La nación quedaba. Las ideas, las personas y las sociedades mudaban. Pero el territorio, la población y el Estado conservaban su identidad nacional. Eran menos estudiosos de las derivaciones recientes de donde procedían porque eran más conscientes de las identidades históricas donde se anclaban.

Las protestas contra la reforma de la enseñanza son, cuando menos, oscuras. Todo proyecto de cambio, dada la naturaleza incierta de la educación, siempre será mejorable. Y este Gobierno no ha dado pruebas de tener una calidad humanista que pueda equipararse a la de su empeño en liberalizar y ampliar los mercados económicos, y en reducir el de las mercaderías políticas al solo comercio o consenso entre los dos partidos centrales. El proyecto pretende uniformar la enseñanza de historia. Decente propósito que servirá de poco si el pasado sigue enseñándose como objeto muerto sin relación al presente y no como lección que la vida no puede olvidar sin perderse.

LA RAZÓN. LUNES 11 DE FEBRERO DE 2002

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