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Los programadores de televisión dicen que ellos dan lo que el público pide. ¿En nombre de qué valor se puede combatir tal criterio, cuando científicos, filósofos y artistas han llegado a la conclusión de que en materia cultural todo vale lo mismo? Para darse cuenta de las malas intenciones políticas de esta demagogia posmoderna, no hay necesidad de remontarse al origen de la ideología reaccionaria de donde brota. Basta oír el modo público de hablar para percatarse del imperio alcanzado por esa estéril creencia que reduce toda pretensión de verdad, incluso en la descripción de hechos, a simple dogmatismo de los que aún conservan intacta su fe, por supuesta inmadurez, en algún ideal realizable. Es curioso que, en el reino de la grosería dominante, la única regla de urbanidad que prospera sea la de no molestar a los demás con afirmaciones categóricas. Como la de decir, por ejemplo, que está lloviendo si un chaparrón te empapa. Bajo este igual respeto a toda clase de opiniones, salvo al disentimiento, hay que tener la delicadeza de saber comunicar sin ofender: «bueno, según mi opinión y la dirección a que se mire, se diría que de momento, mientras no se demuestre lo contrario, parece estar lloviendo». El estilo oficial de la comunicación, cuando no es propaganda, se inspira en este brutal relativismo, que no afirma nada para reafirmar la estabilidad de lo establecido, sin legitimación, en un mundo sin ideales.

La batalla por la audiencia, en una pelea comercial entre canales de televisión políticamente iguales, está cambiando ese estilo oficioso. No hacia el rigor o la veracidad, pero sí hacia la espectacularidad de unos informativos comentados por famosos. No se recurre a ellos para que den sentido objetivo o histórico a las informaciones, sino para atraer una masa de curiosos al nuevo espectáculo. Las noticias continuarán siendo vistas y escuchadas por el público con los ojos y oidos del poder. Pero se le ofrece, como novedad, la impresión que causará esa versión fraudulenta de la realidad en los que alcanzaron la fama por su capacidad fabuladora, o por su fidelidad a los secretos de alcoba y despacho de los principales oligarcas políticos. iLa fabulación y el secreto se descaran al servicio de la información pública!

El conocimiento impresionista de la realidad supera, a veces, al que proporciona el análisis racional. Pero la intuición de la experiencia personal que lo procura sólo da frutos digeribles, en materia política, cuando germina en campos surcados por la ciencia del poder que han sido sembrados de datos históricos y abonados con ideas elaboradas e ideales realizables. Subjetivismo y parcialidad son valores inherentes al genio artístico. El amor abstracto a la fama es más excluyente de otras pasiones, incluida la de la verdad, que todas las formas de amor a lo corporal. El deseo de originalidad, no sofocable en los que son famosos por sus cuentos, es un tipo de vanidad que, a causa de su excelente pretensión, mata el deseo de objetividad. Se comprende, por ello, que famas merecidas acepten hacer gala de la parte de la vida que ignoran. En todo tiempo y lugar está archiprobada la ingenuidad mental y la admiración social con la que genios universales de la ciencia y del arte se han acercado al mundo, normalmente sin talento, de la política. No tiene, en cambio, fácil explicación que la mujer del jefe de la oposición acepte haber sido elegida, por el solo motivo de ser su esposa, para comprometer con sus opiniones personales, en el caso de que las tenga, las posiciones del partido en asuntos sobre los que no se pronuncia. La atracción de los partidos depende tanto de sus pronunciamientos como de sus silencios, es decir, de la habilidad para apartar del debate los asuntos manejados por otros poderes que no son susceptibles de transigir mediante compromisos políticos. Lo peor que le puede suceder a un portavoz de partido, aunque sea oficioso, es tener que opinar sobre lo que sea por obligación.

El porvenir de los partidos depende más del brillo de la imagen que de la realidad del original. Y esa imagen se concreta y fortalece, mediante símbolos, gestos y actitudes, en la misma proporción en que se debilita y generaliza su programa. Las opiniones indiscriminadas de la mujer del jefe de la oposición, en una cadena que bate marcas de ultraje a la moral tradicional, afectarán de un modo negativo, diga lo que diga, a la imagen de un partido católico conservador.

EL MUNDO 04/10/1993


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