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Una de las grandes tonterías que dice la Constitución, esa de que la soberanía reside en el pueblo, es tan increíble que no vale siquiera como ficción. El poder de gobernar o de atribuir la función de gobierno, que es expresión de la soberanía, pertenece por derecho de apropiación ilegítima a unos pocos jefes de listas de partido. A no ser que un solo voto pueda decidir cual será la lista gobernante. La residencia de la soberanía se traslada, en este caso, desde la sede de los partidos a la casa del diputado que esté dispuesto, mediante un voto de latrocinio, a ganar la potestad personal de hacer o deshacer gobiernos. Este robo de la soberanía no está penalizado porque merece los proverbiales cien años de perdón. No deja de ser cómico el torpe desconcierto de los poderosos de oficio y de los opinadores de profesión, ante la lógica impunidad de este hurto de la soberanía ilegítima de los jefes de partido a manos de la legal soberanía de uno de sus diputados. Quienes vituperan por razones morales a los tránsfugas soberanos, no tienen en cuenta que todas las cuestiones de poder deben ser enjuiciadas con razones políticas.

Por inmoral que parezca, incluso entre criminales, la traición a la pandilla de que se forma parte, el juicio moral sobre el tránsfuga carece de interés público. Lo que de verdad nos importa saber es por qué la deslealtad está propiciada en la ley magna, y por qué no se puede impedir el transfuguismo. Las reglas del juego político han sido dictadas por un principio sagrado: libertad de voto o prohibición del mandato imperativo. Pero los jefes de equipo han impuesto en la realidad profana otro juego distinto, basado en la disciplina de voto y en un árbitro judicial que mire a otro lado. Bajo esta flagrante contradicción entre la regla legal y el juego real, criticar a los tránsfugas es como ir a un partido de fútbol, a sabiendas de que no se debe tocar el balón con las manos, para aplaudir a los infractores y abuchear al único jugador que por una vez cumple el reglamento, aunque sea para introducir la bola en su propia portería de un patadón formidable. El tránsfuga mete ciertamente la pata, en el juego real, porque todos los partidos, prófugos de la justicia constitucional, meten ilegalmente las manos en el juego formal. Cumplir la ley, en tales condiciones, requiere un esfuerzo moral tan ambivalente que solo está al alcance de la traición. Pero que nadie se llame aquí a engaño. La diferencia entre el tránsfuga de partido y el partido prófugo es igual a la que existe entre el traidor a una situación política y el traidor a la ley de las situaciones políticas.

El simple tránsfuga, desleal con la fuente real de su mandato, traiciona a un solo partido y representa una política de la traición. Los jefes del profuguismo, desleales con la raíz legal de su mandato, subvierten toda la Constitución y representan la traición de la política. Mientras la realidad y la Constitución discurran por caminos paralelos y separados, como en el Estado de partidos, habrá profuguismo colectivo y transfuguismo personal. Son, por ello, algo peor que ridículas, las exhortaciones a codigos éticos o acuerdos entre partidos para no premiar o acoger la traición. Aparte de que en asuntos de poder Roma paga siempre traidores, el voto desinteresado de un tránsfuga no encuentra barrera que no pueda traspasar. Para evitar la traición de los tránsfugas solo existe un remedio político: impedir la de los prófugos. O se juega al balompié parlamentario, como manda la Constitución, y se penalizan todas las manos del partido, o se constitucionaliza el balonmano político, legalizando el voto por mandato imperativo de partido. La conjugación política de dos juegos incompatibles, el de la Constitución formal y el de la constitución material, es una cínica ilusión intelectual de los abogados del Estado de partidos, que defienden una Constitución irreal, para que la realidad de la oligarquía de partidos parezca democrática. Pero es imposible cumplir la Constitución, en esta sociedad política esquizofrénica, sin tener el espíritu fragmentado y la propensión a la rebeldía de un magnicida. El pobre tránsfuga, más digno de piedad que de ira, desenlaza, en su conciencia moral atormentada, la insoportable contradicción de un régimen de poder, en el que se decidió a jugar, sin llegar a comprender la razón política de su necesidad de doble juego, de su doblez sistemática.

EL MUNDO 27/09/1993

 

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